El gorro de los duendes
23/04/2022
Una breve historia para niños escrita por Patricia Gutiérrez Pesce
En las familias del pueblo de Llanfairpwllgwyngyll el número de calcetines de lana sin par aumentaba cada primavera. Nadie podía explicar a ciencia cierta el por qué. A pesar del cuidado que las mujeres dedicaban al lavado de dichas prendas y a la dedicación en el momento de colgarlas en los cordeles de los patios para que se secaran, la sorpresa era siempre la misma cuando buscaban el par de cada uno para guardarlos en los cajones, faltaba alguno a pesar de estar seguras de haberlos visto en la cesta de lavado.
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Algunos hombres reprochaban a sus esposas por su “distracción”, otros las acusaban de haber conversado mucho con las comadres mientras realizaban dicha tarea doméstica. Se habrán colado por el hoyo del sumidero, había quien lo afirmaba enfadado. Los ancianos creían haber olvidado poner uno en el cesto y buscaban en los rincones del dormitorio. Los adolescentes de sexo masculino no se acordaban ni siquiera de haberlos puesto a lavar, daban la culpa a sus madres. El misterio en el pueblo se hacía aún más sutil al comprobar que nunca faltaban los pares de los calcetines de niños pequeños.
Como era de esperarse cada invierno, las numerosas semanas de lluvia intensa habían impedido a las mujeres, de Llanfairpwllgwyngyll, que lavaran la ropa sucia. En esa época no existían las lavadoras eléctricas con centrífuga y mucho menos las secadoras. Por largas semanas tuvieron que adaptarse a usar las prendas ya usadas por diversos días, inclusive la ropa íntima, calcetines inclusos pues nadie disponía de un guardarropa grande.
El primer día soleado de la primavera, las amas de casa se dirigieron al lavadero municipal con los cestos cargados de todo tipo de prendas apestosas. El agua helada saltaba cristalina desde el caño, corría generosa, por la piedra lisa, en donde decenas de manos sumergían la ropa sucia para llevar a cabo su cometido. La mañana transcurrió como siempre; las charlas, chismes y risas entre las mujeres se disimulaban con el murmullo del agua que no detenía su curso hasta perderse en el hoyo de salida del lavadero, casi invisible por la espuma del jabón. Las prendas lavadas y exprimidas caían en las cestas de esterilla, con un movimiento tan repetitivo como gracioso, lanzados por brazos que parecían ejecutar pasos de ballet. Una vez lavada hasta la última prenda, cargaban los cestos, pesadísimos, apoyados en las caderas para dirigirse todas juntas continuando la cháchara a los patios traseros de sus respectivas casas. Era una tradición primaveral que se trasmitía de generación en generación. Cada patio tenía más o menos filas de cordeles de fierro dependiendo del número de integrantes de la familia.
Los ganchos para sujetar la ropa en los cordeles no eran suficientes después de tantos días de lluvia. Las mujeres los usaban para las prendas grandes como las sábanas y toallas. Si habían de faltar dejaban algunas prendas sin pinchar. No era una zona particularmente ventosa por lo que no había riesgo que volaran. Si se verificaba que alguna prenda se hubiese caído, la recogían. No podían llegar muy lejos.
Como era de esperarse cada invierno, las numerosas semanas de lluvia intensa habían impedido a las mujeres, de Llanfairpwllgwyngyll, que lavaran la ropa sucia. En esa época no existían las lavadoras eléctricas con centrífuga y mucho menos las secadoras. Por largas semanas tuvieron que adaptarse a usar las prendas ya usadas por diversos días, inclusive la ropa íntima, calcetines inclusos pues nadie disponía de un guardarropa grande.
El primer día soleado de la primavera, las amas de casa se dirigieron al lavadero municipal con los cestos cargados de todo tipo de prendas apestosas. El agua helada saltaba cristalina desde el caño, corría generosa, por la piedra lisa, en donde decenas de manos sumergían la ropa sucia para llevar a cabo su cometido. La mañana transcurrió como siempre; las charlas, chismes y risas entre las mujeres se disimulaban con el murmullo del agua que no detenía su curso hasta perderse en el hoyo de salida del lavadero, casi invisible por la espuma del jabón. Las prendas lavadas y exprimidas caían en las cestas de esterilla, con un movimiento tan repetitivo como gracioso, lanzados por brazos que parecían ejecutar pasos de ballet. Una vez lavada hasta la última prenda, cargaban los cestos, pesadísimos, apoyados en las caderas para dirigirse todas juntas continuando la cháchara a los patios traseros de sus respectivas casas. Era una tradición primaveral que se trasmitía de generación en generación. Cada patio tenía más o menos filas de cordeles de fierro dependiendo del número de integrantes de la familia.
Los ganchos para sujetar la ropa en los cordeles no eran suficientes después de tantos días de lluvia. Las mujeres los usaban para las prendas grandes como las sábanas y toallas. Si habían de faltar dejaban algunas prendas sin pinchar. No era una zona particularmente ventosa por lo que no había riesgo que volaran. Si se verificaba que alguna prenda se hubiese caído, la recogían. No podían llegar muy lejos.
Al caer el sol, la penumbra del crepúsculo dio lugar al despertar de las prendas.
—Ha llegado el momento de separarnos —dijo un calcetín negro, de lana gruesa, al otro.
—Lo sé…. Es nuestra única oportunidad. ¿Podremos volver a encontrarnos? —respondió el compañero con tristeza.
—Quién sabe… no creo… pero es mejor así…
—¿Y si viniera contigo?
—No es conveniente. La señora podría sospechar algo y la próxima vez nos pondría ganchos a todos.
—Sucede lo mismo cada año —replicó desde el cordel del frente un calcetín rosado y largo de muchacha—. Espero que esta vez la señora no se dé cuenta. Hay que ser prudentes. Es mejor que no nos alejemos todos al mismo tiempo.
—Es la única manera por la que podemos ser libres nosotros y los calcetines que vendrán la próxima temporada —ratificó su compañero.
—Así es. No te preocupes. ¡Piensa que no volveremos a sentir la pestilencia de los pies de los ancianos…! —afirmó el calcetín negro, que estaba por saltar, a su compañero.
—Ni la de los muchachos que no se bañan —agregó un calcetín a rayas deformado con un hoyo en la punta.
—Estando separados ya no nos volverán a usar. Repito. Este ha sido el único modo en que los demás compañeros se han salvado y han dejado de sufrir pestilencias —intervino en la conversación un calcetín, de color indefinido, del jefe de la familia.
—Ya no aguanto más el olor de caballos —dijo el compañero de éste.
—¿Y qué haré yo solo en esta casa? —El calcetín negro se mecía preocupado.
—Te usarán para limpiar los muebles o te destejerán y te convertirás, junto con otros, en una bufanda o gorro —le respondió el rosado.
—Lo dices porque tú eres rosado… Espero que no me conviertan en otro par de calcetines para ancianos… —El negro seguía meciéndose.
—¡Quién como los calcetines de niños! Que no daría por ser pequeño para quedarme junto a ti. A ellos nunca le apestan los pies como a un adulto —agregó con tristeza el rosado mirando a su compañero.
—Bueno, quizá te conviertas en calcetines para bebés. Con uno como tú pueden tejerse dos pequeños.
—A veces también los convierten en pompón para gorros. Eso es lo ideal… —suspiró pensativo.
—Tienes razón. ¡Buena suerte, compañero!
—¡Para ti también! Sólo espero que los duendes pasen rápido a recogernos antes de que amanezca —El rosado saltó del cordel junto con los otros.
—¡Adiós, compañeros!
Aquella noche los duendes del bosque cercano salieron por primera vez después de la temporada de lluvias. Lograron escuchar el murmullo de la conversación de despedida que comenzó entre los calcetines. Significaba que había llegado el día de hacer provistas de lana, ya lavada, para los gorros del próximo invierno. Las sábanas enormes de dos plazas harían de escudo para que nadie notara su paso entre los cordeles.
—Ha llegado el momento de separarnos —dijo un calcetín negro, de lana gruesa, al otro.
—Lo sé…. Es nuestra única oportunidad. ¿Podremos volver a encontrarnos? —respondió el compañero con tristeza.
—Quién sabe… no creo… pero es mejor así…
—¿Y si viniera contigo?
—No es conveniente. La señora podría sospechar algo y la próxima vez nos pondría ganchos a todos.
—Sucede lo mismo cada año —replicó desde el cordel del frente un calcetín rosado y largo de muchacha—. Espero que esta vez la señora no se dé cuenta. Hay que ser prudentes. Es mejor que no nos alejemos todos al mismo tiempo.
—Es la única manera por la que podemos ser libres nosotros y los calcetines que vendrán la próxima temporada —ratificó su compañero.
—Así es. No te preocupes. ¡Piensa que no volveremos a sentir la pestilencia de los pies de los ancianos…! —afirmó el calcetín negro, que estaba por saltar, a su compañero.
—Ni la de los muchachos que no se bañan —agregó un calcetín a rayas deformado con un hoyo en la punta.
—Estando separados ya no nos volverán a usar. Repito. Este ha sido el único modo en que los demás compañeros se han salvado y han dejado de sufrir pestilencias —intervino en la conversación un calcetín, de color indefinido, del jefe de la familia.
—Ya no aguanto más el olor de caballos —dijo el compañero de éste.
—¿Y qué haré yo solo en esta casa? —El calcetín negro se mecía preocupado.
—Te usarán para limpiar los muebles o te destejerán y te convertirás, junto con otros, en una bufanda o gorro —le respondió el rosado.
—Lo dices porque tú eres rosado… Espero que no me conviertan en otro par de calcetines para ancianos… —El negro seguía meciéndose.
—¡Quién como los calcetines de niños! Que no daría por ser pequeño para quedarme junto a ti. A ellos nunca le apestan los pies como a un adulto —agregó con tristeza el rosado mirando a su compañero.
—Bueno, quizá te conviertas en calcetines para bebés. Con uno como tú pueden tejerse dos pequeños.
—A veces también los convierten en pompón para gorros. Eso es lo ideal… —suspiró pensativo.
—Tienes razón. ¡Buena suerte, compañero!
—¡Para ti también! Sólo espero que los duendes pasen rápido a recogernos antes de que amanezca —El rosado saltó del cordel junto con los otros.
—¡Adiós, compañeros!
Aquella noche los duendes del bosque cercano salieron por primera vez después de la temporada de lluvias. Lograron escuchar el murmullo de la conversación de despedida que comenzó entre los calcetines. Significaba que había llegado el día de hacer provistas de lana, ya lavada, para los gorros del próximo invierno. Las sábanas enormes de dos plazas harían de escudo para que nadie notara su paso entre los cordeles.