Muñequita linda
Un relato de Patricia Gutiérrez Pesce
Elsa era una adolescente de catorce años que acompañaba y ayudaba siempre a su madre en los quehaceres domésticos. Por aquellos años conoció a un buenmozo y alegre vecino que se llamaba Germán Tito (todos lo llamaban simplemente Tito), siete años mayor que ella. Tito vivía desde los cinco o seis años, desde que murió su madre, en la Avenida Mariátegui, en el distrito limeño de Jesús María, a pocas cuadras de la Avenida General Garzón en donde vivía Elsa. Tito estudiaba Ingeniería Civil en la Escuela de Ingenieros y le faltaba poco para diplomarse y, al mismo tiempo, trabajaba. No se conocieron antes a pesar de que ambos vivieron en el mismo vecindario desde siempre. Tito vio por primera vez a Elsa, por casualidad en la panadería del barrio, una tarde que la madre de Elsa, Doña Pina, le encargó que fuera a comprar pan y mantequilla para el lonche. En ese momento pasaba por ahí Tito que estaba regresando de la universidad. Cuando vio aquella graciosa chiquilla de cabellos rubios y ondulados con un gracioso vestidito, probablemente confeccionado por su madre y que parecía una muñequita, se flechó inmediatamente. La siguió para descubrir donde vivía. Desde aquel día, sabiendo que Elsa vivía a pocas cuadras de su casa, Tito pasaba caminando delante de su casa todas las tardes cuando regresaba de la universidad y para llamar la atención de Elsa silbaba esa tierna balada del famoso cantante americano Nat King Cole, “Muñequita linda…”, cuya letra dice así:
Muñequita linda de cabellos de oro
de dientes de perlas labios de rubí. Dime si me quieres como yo te adoro si de mi te acuerdas como yo de ti Y a veces escucho un eco divino que envuelto en la brisa parece decir Sí, te quiero mucho, mucho, mucho, mucho, tanto como entonces, siempre hasta morir. Y a veces escucho un eco divino que envuelto en la brisa parece decir Sí, te quiero mucho, mucho, mucho, mucho, tanto como entonces, siempre hasta morir. |
Tito fue enamorándola día a día. Se hicieron novios el 18 de septiembre de 1946, se casaron seis años después una mañana de abril y se amaron siempre… “…mucho mucho mucho, tanto como entonces, siempre hasta morir” tal como decía la canción.
Durante ese periodo de enamoramiento y noviazgo se veían a menudo ya sea cuando Tito iba a visitarla a su casa o cuando salían juntos a divertirse. Tenían recuerdos inolvidables de aquellos años en los que bailaban al son del mambo de Pérez Prado, con los infaltables chisguetes de éter, serpentinas, pica-pica y antifaces en las fiestas de Carnavales que se organizaban en el Parque Municipal de Barranco en el mes de febrero. Barranco es un distrito situado al sur de Lima fundado a fines del 1800, el cual fue cuna de artistas, poetas, novelistas, músicos e intelectuales. Ahí vivieron principalmente inmigrantes ingleses, alemanes, italianos y la aristocracia limeña hasta los años 70s.
Tito se graduó el año después de conocerse y empezó a trabajar en las afueras de Lima por lo que no podían verse con la misma frecuencia que antes. El amor continuó siendo alimentado por las cariñosas cartas que él le escribía casi todos los días cuando estaba fuera de Lima. Elsa las conservó en un cofre como el más valioso tesoro que haya tenido.
Cuando Elsa cumplió los 19, su eterno pretendiente, Tito, pidió su mano a Doña Pina, quien aceptó sin ninguna duda porque era un hombre “hecho y derecho” y se veía claramente que adoraba a su hija Elsa a pesar de que al principio estuvo en contra de ese noviazgo porque hubiera preferido un muchacho italiano para su hija. Además, Tito tenía la piel muy oscura durante el verano lo cual mi abuela veía no muy apropiado para su hija.
Un buen día Doña Pina le preguntó a Tito: “Ingegnere Tito, ¿qué intenciones tiene usted con mi hica (hija)? porque ya son cinco años que usted se sienta aquí en la sala y no sé si usted se quiere casar con ella”. Esa fue la manera “muy discreta” con la que Doña Pina le dio a entender que lo aceptaba en la familia. Los preparativos para la boda comenzaron inmediatamente, los novios eligieron la iglesia de San Felipe Apóstol y los padrinos de matrimonio. Doña Pina y María, hermana de Elsa, cosieron con mucha dedicación el vestido de novia, y enviaron las invitaciones para el matrimonio.
La casa de Yanahuara
Tito y Elsa se casaron la mañana del 24 de abril 1952 y se fueron a vivir inmediatamente a Arequipa, la encantadora “ciudad blanca” al sur del Perú. A Tito lo había contratado el Ministerio de Fomento y Obras Públicas del Perú en el área Urbanismo y Planificación. Paralelamente, junto con un socio, crearon la “Granja Sur”, la cual se dedicaba a la incubación de huevos de gallinas y a la crianza de los pollitos durante sus primeros días hasta el momento de ser vendidos a los criaderos para la producción de carne. Vivieron muy felices por cinco años en una casita en el Pasaje Gabriel de la calle Emmel, en el distrito de Yanahuara, en donde nacieron mis cuatro primeros hermanos.… sí, uno cada año.
Tito y Elsa se casaron la mañana del 24 de abril 1952 y se fueron a vivir inmediatamente a Arequipa, la encantadora “ciudad blanca” al sur del Perú. A Tito lo había contratado el Ministerio de Fomento y Obras Públicas del Perú en el área Urbanismo y Planificación. Paralelamente, junto con un socio, crearon la “Granja Sur”, la cual se dedicaba a la incubación de huevos de gallinas y a la crianza de los pollitos durante sus primeros días hasta el momento de ser vendidos a los criaderos para la producción de carne. Vivieron muy felices por cinco años en una casita en el Pasaje Gabriel de la calle Emmel, en el distrito de Yanahuara, en donde nacieron mis cuatro primeros hermanos.… sí, uno cada año.
¡Qué no tenía que inventarse mi madre para manejar a tantos niños! Me contaba que los sentaba encima del mostrador de la cocina para darles de comer: una cucharada a cada uno y después regresaba al primero de la fila. Como vivían en un pasaje muy tranquilo, mis hermanos jugaban con algunos pollitos en el patiecito de la casa en donde había también una pequeña “playita” con arena para que pudieran jugar con el baldecito como si estuvieran en la playa. En verano, cuando el calor era intenso, les ponía las ropas de baño y los bañaba con la manguera, como si fuera un juego, de esa manera los lavaba divirtiéndose también. No recuerdo haber escuchado decir a mi madre que mi abuela haya ido a visitarlos alguna vez a Arequipa, o quizás me equivoco, pero a pesar de que las fotos de esa época de mis padres con mis hermanos y tíos son muchísimas, no encontré ninguna en donde estuviera mi abuela.
Mis padres recordaban con mucho cariño a su vecina arequipeña Lucy Ackermann, muchos años mayor que ella, y que por su edad tranquilamente hubiera podido ser su madre. Ella fue para mi madre como su ángel de la guarda durante los primeros meses de su llegada a Arequipa, la ayudaba, la aconsejaba en todo, le enseñó a cocinar muchos platillos ricos de comida arequipeña. Lucy la quería come se quiere a una hija y por eso la cuidaba como si fuera su madre. Decía que Elsita era como una hija adoptada. Corría en su ayuda cuando oía el llanto de su primer bebe con cólicos o cuando lloraba por algún otro motivo que la neo mamá no entendía. Era suficiente un par de truquitos que Lucy conocía muy bien …y mágicamente la “guagua” dejaba de llorar (como le dicen en Arequipa a los bebes). Con la llegada de los siguientes hijos, mi mamá tuvo muchas ocasiones para poner en práctica los truquitos de Lucy y algunos más que ella misma aprendió convirtiéndose en una experta.
Lamentablemente en 1956, tuvieron que dejar su primer nido de amor, separarse de Lucy “su madre adoptiva” y de su adorable esposo Edgar, despedirse de sus queridos vecinos y amigos, dejando el barrio tan lindo y tranquilo donde vivieron y el maravilloso cielo azul añil de Arequipa. Con mucha tristeza, pero sin duda con gran orgullo, se debieron trasladar a Lima porque mi padre fue elegido Diputado por Arequipa durante el gobierno de Manuel Prado Ugarteche. Los años vividos en Yanahuara y sus queridos amigos Lucy y Edgar quedaron “tatuados” en sus memorias como maravillosos recuerdos.
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La casa de Sucre
En Lima nació mi hermano Pablo, llamado así en honor a su abuelo y a su tío. Ocho años después de él, nací yo que llevo como segundo nombre el de mi abuela, pero en español: Josefina. Y por último, mi hermanito Claudio nació seis años después que yo. Vivimos muy felices, hasta el año 1974, en una casita con jardín de la calle Mariscal Sucre del distrito de Miraflores, lindo barrio residencial rodeado de áreas verdes y tranquilidad.
Tengo muchos recuerdos bonitos de aquellos años en esa pequeña y acogedora casita de dos pisos en donde compartía la habitación con mi hermano Pablo y mis tres hermanas compartían otra. Mi hermanito Claudio dormía en la habitación con mis papás que tenía una terracita que daba al jardín y a la parra de uva. Había otra habitación que todos compartían: mi padre trabajaba o llevaba las cuentas de la casa, mis hermanos estudiaban y mi madre cosía y tejía. La casa tenía una cocina pequeña que de un lado tenía una puerta que daba al garaje techado y por el otro daba al jardín interno con una pérgola de parra de uva Italia que cosechábamos abundantemente todos los años, gracias a las manos maestras de un amigo italiano de mi papá que la podaba admirablemente. ¡Las uvas eran una delicia! Bajo la pérgola comíamos siempre en verano mientras en invierno en el comedor interno. A menudo mi padre me cargaba y me sentaba en sus piernas al final del almuerzo o cena. Algunas veces era la ocasión perfecta para cantar juntos “Muñequita linda...” pero yo como era muy pequeñita decía sólo el final de cada verso.
El comedor interno también tenía vista al pequeño jardín a través de la ventana que daba a la “salita de música”, como acostumbrábamos a llamarla, que a su vez tenía una ventana amplia, de todo el ancho de la pared del fondo y del costado, que daba al jardín y con una puerta para salir al comedor con pérgola. En esta salita todos se divertían escuchando los discos de vinilo de 33 o 45 rpm: mi papa música mejicana o música criolla peruana, a mis hermanos les encantaba el rock and roll de Bill Haley y Palito Ortega, las baladas de Marisol, los Beatles, los Archies, entre otros cantantes de aquella época, porque una de las cosas que no faltaba era la buena música.
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Ponían los discos una y otra vez con el tocadiscos, aparato que no podía faltar nunca en una casa, ya sea para pasatiempo de todos, que para alegrar las fiestas de cumpleaños bailando en el jardín con todos los amigos del barrio. Era una época en la que se respiraba alegría. En esa salita también vimos el aterrizaje del hombre sobre la luna con el único televisor en blanco y negro que teníamos.
El hecho de haber tenido un solo televisor no significaba que no nos interesara la tecnología, es más, mi padre era un fanático y apasionado de todos los desarrollos tecnológicos y estuvo siempre al día con los nuevos adelantos. Inclusive fue una de las primeras personas que compró la primera calculadora que salió al mercado, una “Texas Instruments”. Con su nuevo “juguete” pasaba horas y horas entretenido estudiando sus aplicaciones y funciones. Fue el momento en el que dejó casi de lado la tradicional “Regla de Cálculo” que había usado toda su vida y con la cual había hecho su carrera de ingeniero. Instrumento que resulta ser un misterio para mí hasta el día de hoy a pesar de haber visto a mi padre usarla muchas veces y que me lo haya explicado otras tantas.
En el pequeño jardín teníamos un árbol de níspero, uno de plátano, uno de papaya y un arbolito de melocotón que cuidaban como una joyita porque producía frutos deliciosos. Mi mamá plantaba flores y plantas “antiguas” como el Tacón perfumado, Margaritas, Jazmines y Madreselva (entre otras), plantas que no son muy comunes en los jardines de ahora. Ella cuidaba mucho sus plantas, de las cuales se sentía muy orgullosa. No sé cómo hacía para cuidar a siete hijos, ocuparse de la casa, y de por lo menos cuatro gatos (cada uno tenía el suyo) y además como si fuera poco también el jardín…
En verano, mi papá llevaba a mis hermanos (y después también a mí) a una playa llamada “Cantolao”, algo distante de nuestra casa, siempre y cuando no hubiera “viento norte” algo que él mismo verificaba subiendo a la azotea de la casa para sentir la dirección en que soplaba el viento. Si el viento venía del norte (con el característico olor de harina de pescado) encontrarían la playa muy sucia y con marejada. De ser así los llevaba a la playa “La Herradura” que quedaba muy cerca de la casa. Muchas veces los llevaba inclusive después de haber trabajado toda la noche en la Cámara de Diputados, pero lo hacía feliz ya que era un amante del sol y del mar, sobre todo de Cantolao porque en esa playa veraneó durante su niñez y adolescencia. Cantolao es una amplia playa de piedras de canto rodado y mar de agua heladísima, al norte de Lima, en el distrito de La Punta.
La larga playa se encuentra en una “punta” del litoral la que da el nombre al distrito. Se encuentra a pocos metros de una hilera de casas, separadas de la playa por una amplia vereda con jardín y palmeras. En esta amplia vereda es muy agradable pasear por las tardes, de verano o de invierno, para respirar la brisa fresca o simplemente acercarse al mar para lanzar piedras y buscar cangrejitos.
A pesar del cielo de Lima “panza de burro” durante el invierno, en este distrito es frecuente encontrar resolana fuerte o inclusive un poco de sol. Es un lugar que te levanta el ánimo durante los días grises y húmedos del invierno limeño. Es por este motivo que los Punteños tienen la piel color chancaca, son muy orgullosos de su distrito y lo han conservado muy bien.
Llegábamos a la playa en un Ford celeste de los años 60s y estacionábamos siempre en la calle García y García, una de las tantas trasversales de la Av. Bolognesi que da directo a la playa. Era un auto tan espacioso que entrabamos siete u ocho cómodamente. Las piedras y el agua helada no nos impedían que nos divirtiéramos muchísimo siempre. Hasta ahora recordamos con regocijo cuando jugábamos descalzos con la pelota corriendo en las piedras, cuando hacíamos hoyos sacando una por una las piedras con las manos, cuando construíamos castillos, de piedras obviamente, cuando nadábamos encima de los tumbos e inclusive mis hermanos hacían competencias de quien resistía más dentro del agua helada.
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Después del shock térmico del mar y cuando ya no resistíamos más el frio, nos calentábamos echados en las piedras calientes: ¡qué rica sensación! Tito nos compraba un helado y regresábamos bien refrescados a nuestra casita a la hora de almuerzo. A menudo hacíamos una parada “obligatoria” en “La Flor de La Punta”, la tradicional panadería y pastelería de ese barrio. Como después de tantas horas de estar en la playa todos teníamos mucha hambre, nos compraba un pedazo de Fugassa, típica pizza genovesa, gruesa y suave cubierta con cebollas casi dulces y aromatizada con romero y vino. Una de las cosas más simples y gustosas que he comido en mi vida. Mi papá también compraba empanadas de carne, pastel de acelgas, las mejores de Lima para llevarlas a la casa en donde mi mama nos esperaba con el almuerzo listo. Pero eso sí... se comía lo que había servido en la mesa sin poner “peros” ...
Cuando mi mamá no venía con nosotros mi papá parecía la mamá gallina con sus cinco o seis pollitos. Mi madre no siempre iba con ellos porque, al igual que mi abuela, no le gustaba mucho tomar sol y además prefería quedarse en la casa siempre que podía. Era una buena ocasión para descansar un poco de tantos hijos alrededor, estar un poco en silencio y organizar los quehaceres de la casa porque no siempre tenía una señora que la ayudara. La entiendo perfectamente. Éramos tantos que las colaboradoras domesticas preferían trabajar con familias con menos hijos.
Un buen día llego Marina, una dulce señora que tenía mucha paciencia con los niños y se encariñó con todos nosotros, así como nosotros con ella. Mi madre siempre la recordaba y admiraba su paciencia y ternura. Trabajó algunos años en la casa y nos vio crecer. Sabía nuestras costumbres y preferencias. Una tarde se presentó un nuevo panadero al barrio. Llegaba pedaleando el carrito lleno de pan calentito y avisando con la corneta que estaba pasando por la calle. Venía puntual todas las mañanas con el pan para el desayuno y en las tardes con el pan para el lonche y Marina, siempre premurosa, se apresuraba para salir a comprarlo. El pan caliente nunca nos faltaba.
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Un día, sin que nadie se lo imaginase, Marina le comunicó a mi madre que nos tenía que dejar porque quería casarse con el panadero. Marina decía riéndose que se casaba con él para que “la amase” …
En las tardes de verano, mis hermanos salían a divertirse con los amigos del barrio a los que ellos llamaban “la collera”. Iban a patinar por las veredas con esos patines de fierro que tenían correas de cuero para sujetarlos al zapato. También iban a pedalear por todo el vecindario con la bicicleta (sin cambios obviamente). A media tarde disfrutaban de un refrescante helado que les compraban del carrito del heladero D’Onofrio, él también anunciaba su llegada con un toque de corneta característico (diferente al del panadero).
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Eran tantos chicos en el vecindario que al heladero nunca le faltaron clientes. Siendo varios hermanos, mi madre decía que era como tener una escuelita en la casa, todos jugaban juntos especialmente cuando se organizaban para hacer una palomillada como sacar los colchones de las camas para resbalarse por las escaleras. Otras veces, mis hermanas jugaban a las comadres con sus muñecas como si fueran sus hijas. En febrero, mes de Carnavales, los infaltables globos de agua y baldazos de sorpresa en el que todos participaban, incluso mi madre porque le gustaba mucho y se divertía como si fuera una niña.
No tengo ningún recuerdo directo de la presencia de mi abuela en la casa de Sucre, pero he visto algunas fotografías de los días que iba de visita, por algún cumpleaños, por las primeras comuniones o en días que salíamos de paseo. Me cuentan que venía a pasar el día cuando alguien podía ir a recogerla de la casa de mis tíos María y Enzo. Mi madre en esa época no conducía automóviles. La nonna (que significa abuela en italiano, así la llamábamos) se quedaba a almorzar y luego paseaban con ella por los parques del barrio o entraban todos en el auto para ir a caminar por el malecón de La Punta o de Ancón. Si, también había espacio para la nonna en el mítico Ford celeste. Algunas veces se ofrecía para preparar algo para el almuerzo. Una vez preparó el Arroz con Leche y en lugar de agregarle esencia de vainilla, por error le agregó “sillao”, condimento de la comida china hecho de salsa de soya. Cuando lo sirvieron después de almuerzo todos se miraban sorprendidos del sabor oriental del postre, pero nadie dijo nada. Cuando la nonna lo probó se dio cuenta del error que había cometido y se quedó muy mortificada. A todos les dio mucha pena, pero lo tomaron a la broma riendo y mi padre trató de suavizar el error cometido con amabilidad y simpatía diciéndole: ¡pero Pinita que receta nueva ha sacado al diario!
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Nadie pensó que ese detalle fuera uno de los primeros síntomas que indicaba que estaba perdiendo la vista. Al terminar el día, antes de que empezara a oscurecer, la nonna siempre tenía apuros para regresar a su casa. Esta era una conducta típica de mi abuela y la atribuíamos a la poca visibilidad que tenía con la oscuridad del atardecer. Sorprendentemente mi madre, en su vejez era igual, a pesar de no sufrir de ceguera; apenas empezaba a oscurecer quería regresar a su casa, estuviera donde estuviera. Este comportamiento lo tuvo también de joven motivada por la preocupación por nuestra seguridad: quería que todos sus hijos regresen a la casa antes del anochecer. Era una característica de familia, digamos que lo que se hereda, no se hurta.
La casa de La Aurora
Los años vividos en la casita en alquiler de Sucre 461 estuvieron llenos de lindos episodios y anécdotas inolvidables. Un día de otoño de 1974, entusiasmados por la mudanza a la casa nueva y grande que mi padre deseaba desde hacía varios años y que por fin había construido, cerramos por última vez la puerta de nuestra casa de Sucre (como hasta ahora la llamamos) después de diez y siete años de haber vivido ahí, sin darnos cuenta ni imaginarnos que se cerraría también una etapa de la vida de cada uno de nosotros.
Los años vividos en la casita en alquiler de Sucre 461 estuvieron llenos de lindos episodios y anécdotas inolvidables. Un día de otoño de 1974, entusiasmados por la mudanza a la casa nueva y grande que mi padre deseaba desde hacía varios años y que por fin había construido, cerramos por última vez la puerta de nuestra casa de Sucre (como hasta ahora la llamamos) después de diez y siete años de haber vivido ahí, sin darnos cuenta ni imaginarnos que se cerraría también una etapa de la vida de cada uno de nosotros.
Dejamos lo que no se podía llevar: nuestro jardincito con la pérgola de parra de uva y el melocotón, así como el perfume de Madreselva y Jazmín de ese último verano que transcurrimos ahí. Dimos una última mirada a nuestra calle, al lindo barrio y después de habernos despedido de “la collera” de amigos, nos llevamos impregnados en nosotros todos los recuerdos de esa etapa de nuestras vidas. Algunas veces, hasta el día de hoy, nos preguntamos con mucha nostalgia, pena y una pizca de reproche… porqué nuestros padres tomaron esa decisión... por qué lo hicimos…
Después de un par de años de haber iniciado su construcción y de muchos sacrificios para terminarla, la casa de nueva urbanización de “La Aurora” que mi padre proyectó junto con su primo Óscar, estaba lista para recibirnos. A pesar de ser muy amplia y estar todos muy cómodos, la vida de cada uno de nosotros cambió drásticamente y ya nada fue lo mismo que antes. Como si la vida hubiera pensado “bueno ya tuvieron suficientes años de felicidad, ¿y querían más?, no, ahora les toca sufrir un poco”.
Sucedieron una serie de eventos que nos golpearon y que cambiaron la manera de ver la vida. El primer evento sucedió ese mismo año: tuvimos la primera ducha de agua helada con el diagnóstico de la enfermedad del más pequeño de mis hermanos, Claudio. Mis padres hicieron hasta lo imposible por curarlo, pero los esfuerzos por salvarlo fueron en vano. Hoy en día hubiera sido suficiente un trasplante de médula. Se dice que en esa época había escasez de angelitos en el cielo. Eligieron a Claudio porque parecía uno de ellos: bello, robusto, con bucles rubios, grandes ojos marrones con pestañas largas y sobre todo con la sabiduría ingenua que sólo los angelitos tienen. Subió al cielo una mañana de agosto de 1977, algunos meses después de la muerte de nuestra abuela.
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