Una zurda privilegiada
Por Emi Mendoza
El futbol ha sido muy importante en mi vida. Por instinto natural pateaba sólo con el pie izquierdo, mi pie preferido. La naturaleza me dotó de una zurda privilegiada. Los primeros toques con una pelota de trapo los hice a los tres años aprendiendo a controlarla de maravilla. Antes de que me permitieran jugar en el patio de la vecindad, la pequeña sala de mi casa se convirtió en la “cancha del estadio Azteca”. La portería era la puerta del baño y el área era la alfombra. Narraba todas las jugadas y las celebraciones de los goles los hacía siempre saltando sobre el sillón preferido de mi papá. La situación se volvió peligrosa cuando cumplí 6 años, pues recibí como regalo mi primer balón de cuero. En ese momento se hizo necesario agrandar la cancha.
Mi padre pidió permiso a los vecinos de la vecindad para que yo pudiera jugar en el patio. Driblaba los lavaderos de las vecinas con la habilidad inaudita que sólo mi pie izquierdo poseía. Las sábanas recién lavadas que se airaban en el tendedero terminaban muchas veces salpicadas de lodo por el balón, pues las utilizaba como barrera para practicar mis tiros libres. Cuántos dolores de cabeza le di a mi madre que tenía que recibir las quejas de las vecinas. Me entrenaba yo solo pateando la pelota contra la pared, siempre utilizando mi pie favorito, el izquierdo. Ya más grande, empecé a jugar en la escuela con mis compañeritos. Todos los días jugábamos un partido a la hora del recreo. Fue ahí que me gané el apodo de “Pata Sagrada”, pues el toque de la pelota con mi pie izquierdo inspiraba profundo respeto en todos los niños.
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Llegó el momento en que los partidos internos de nuestro colegio comenzaban a aburrirme. No tenía oponentes capaces de detenerme. Yo ganaba los partidos con mucha facilidad. Sin embargo, me entusiasmé mucho al saber que seríamos invitados a participar en el torneo provincial “Amigos del Balón”. Se trata de un prestigioso torneo de una semana donde compiten las estrellas infantiles de todas las escuelas de la provincia. Es un evento muy importante donde se promueven los campeones del futuro. Cuatro meses antes de la importante competencia, el director de la escuela nos presentó al nuevo entrenador que nos prepararía para este gran evento deportivo. El encargado de dirigirnos era un señor de pelo blanco, de aspecto muy serio y que cojeaba vistosamente. En la primera charla con los niños, nos dijo que era argentino y que se llamaba Jacinto Gómez. Visiblemente conmovido nos contó que tuvo que abandonar su carrera futbolística a causa de un accidente en el cual perdió una de las cuatro cabezas musculares del músculo cuádriceps femoral de la pierna izquierda, justo la extremidad inferior que utilizaba como favorita en sus tiros al arco. Apenas me vio jugar en el patio a la hora del recreo me convocó para participar en el torneo representando a nuestra escuela. ¡Qué felicidad! Seguramente había visto algún disparo con mi pierna izquierda y lo había asombrado.
Al día siguiente empezaron los entrenamientos. Después de hablarnos de estrategias y tácticas ofensivas en los vestidores, el Mister Gómez se interesó en la técnica individual y nos pidió que realizáramos los ejercicios en el campo para mejorar ciertos aspectos característicos de cada uno de nosotros. Saltamos a la cancha y nos formó a todos justo afuera del área grande de la portería. Su asistente distribuyó los balones y nos hizo tirar al arco, primero con la pierna derecha y después con la izquierda. Cuando llegó mi turno, el tiro que salió de mi pie derecho fue muy malo, no solo en potencia, sino que también en dirección. Pero no importaba, porque el siguiente tiro sería con mi “pierna buena”. Notoriamente, los demás niños no tenían la destreza que yo tenía y todos sus tiros fueron peores que el mío. Otra vez llegó mi turno. Acomodé el balón y di unos cuantos pasos para atrás perfilándome con mi zurda privilegiada. Ante la mirada del director técnico me lucí con un tiro preciso al ángulo después de haber dibujado en el aire una parábola perfecta. Los compañeritos se quedaron con la boca abierta, asombrados por la perfección de mi tiro. No existía portero en el mundo que alcanzara ese obús perfectamente colocado. Sin embargo, el Mister Gómez, como le llamábamos, en lugar de felicitarme, tomó una latita de pintura blanca y una brocha y me separó del grupo pidiéndome que tomara un balón. Mientras caminábamos hacia la salida de la cancha, le daba instrucciones a su asistente para que empezaran a jugar un partidito con los demás niños. Eso no era justo. Yo quería jugar, pero no tuve otra alternativa y lo tuve que seguir. Salimos de la cancha y llegamos al patio, un espacio abierto que se utiliza para calentamientos de los jugadores entre la cancha y el gimnasio. EL Mister pintó en la pared externa del gimnasio unas líneas que delimitaban un pequeño espacio y calculó unos dos metros desde la pared, pintando sobre el suelo otra línea para que yo no la superara. Antes de retirarse, mientras me mostraba con su pie derecho, me indicó como debería hacer el ejercicio:
“Escúchame bien, muchacho. De ahora en adelante nada de tirar con el pie izquierdo. Se acabó, olvídate que pegas con la izquierda. Piensa que ahora sólo cuentas con tu pie derecho. Todos los días de entrenamiento te quiero ver en este patio. Tienes que hacer el siguiente ejercicio: detrás de esta línea debes chutar la pelota con la parte interna de tu pie derecho para tratar de golpear la pared en el espacio que he marcado y aprovechando el rebote, golpeas una y otra vez hasta que cuentes mil veces sin perder el control. Luego, repites otras mil veces con la parte externa, siempre del pie derecho. Después, cuando termines, te puedes ir a tu casa.”
Mientras lo observaba alejarse con esa andadura irregular, yo me decía a mí mismo: “No puedo creerlo, el Mister está atolondrado. Dice las cosas sin reflexionar. ¿Qué clase de entrenamiento es este? ¿Por qué me castigó? ¿Qué cosa hice? Evidentemente odia a los zurdos, quizá porque él perdió la habilidad de su pierna zurda y quiere que todos también la perdamos… pero yo no la voy a perder sólo por el capricho de un entrenador atolondrado”.
Con furia acomodé la pelota y realicé los ejercicios que me pidió, pero los hice utilizando mi pie izquierdo… más de mil rebotes y si fallar ni una vez. Le iba a demostrar a ese atolondrado que mi pie izquierdo nunca perdería su poder. Esa vez llegué llorando a la casa diciendo que no volvería a los entrenamientos. Ni siquiera sabía porqué me había castigado de esa manera. Pero gracias a las palabras nobles de mi papá que me decía que el entrenador sabía lo que hacía, me convencí y continué con los entrenamientos encerrado en aquel patio. Sin decir nada, seguí practicando las dos horas de entrenamiento, pero utilizando mi pie izquierdo, afinando cada vez más la puntería. Pasó el tiempo y yo seguí bajo el castigo, pero sin decir nada. A la pregunta del entrenador de cómo iban las cosas con mi pie derecho, yo respondía: “muy bien Mister, muy bien.” Yo deseaba anotar un golazo con mi pie izquierdo para que ese hombre sufriera de envidia. Esa sería mi venganza.
Finalmente llegó el verano y con éste, el torneo tan esperado. Mi pierna izquierda estaba mejor que nunca. El Mister Gómez tenía la lista de los titulares y yo estaba entre ellos. Como era de esperarse, mis actuaciones eran muy aplaudidas y llegamos a la final contra los campeones de la provincia. Saltamos a la cancha convencidos que saldríamos levantando el trofeo. Estábamos 0-0, faltaba poco más de un minuto para terminar el partido. Un grandulón se había encargado de cuidarme y utilizando agarrones y empujones durante todo el partido estaba logrando su objetivo, no dejarme anotar. En una gran jugada de mi compañero, la pelota se filtró bajo las piernas del grandulón y me quedó lista para fusilar al portero, pero la posición del balón no era muy cómoda para mi pierna izquierda. Pero en una fracción de segundo, el derecho acomodó el balón para que el izquierdo mandara el balón al fondo de la red. Sin embargo, el portero era muy hábil y veloz. Esa fracción de segundo que utilizó el pie derecho, le sirvió al portero para reaccionar y con la punta de los dedos alcanzó a desviar el balón a tiro de esquina. Eso no fue lo peor. Medio minuto más tarde, el balón llegó a los pies del atacante contrario frente a nuestro portero y sin importarle cual de los dos pies era el favorito, chutó con el que estaba más cerca del balón sin perder tiempo… perdimos el partido y la copa…
Al terminar el partido, el Mister Gómez se acercó a mí y en lugar de felicitarme por los nueve goles anotados durante el torneo, me preguntó en forma de reprimenda: “¿por qué no tiraste con la derecha?”. Podrás imaginar que estaba yo destruido por haber perdido y todavía el entrenador, en lugar de consolarme, me acusaba de haber sido culpable de la derrota.
El tiempo ayuda a sanar las heridas y yo poco a poco empecé a jugar otra vez. En febrero del año siguiente convocaron nuevamente para el torneo “Amigos del Balón” como todos los años. Nuevamente se presentó el Mister Gómez como responsable del equipo de nuestra escuela. A la hora del recreo publicaron la lista de convocados para el torneo de junio, pero quedé completamente “helado” cuando me di cuenta que mi nombre no figuraba en la lista … ¡Qué horrible! Yo me consideraba el mejor jugador de la escuela y no estaba entre los seleccionados. Me fui a la casa llorando y pensando qué injusto había sido el entrenador, sólo porque yo era zurdo. ¡Qué injusticia! Desilusionado me tiré en mi cama quedando sin fuerzas.
De repente, sentí una rabia interior que me empujó a demostrar que yo era capaz de utilizar también mi pie derecho. Tenía que demostrar a ese atolondrado que yo sabía patear también con el pie derecho. Tomé el balón y salí al patio a practicar. Empecé con toques cortos con la parte interna del pie pateándolo contra el lavadero de la vecina, una y otra vez, pero mi torpeza me hacía fallar. Seguí pateando, ¡Pum, pum, pum! Una y otra vez durante casi dos meses, incluyendo sábados y domingos. Todas las tardes después de hacer la tarea salía a hacer lo mismo hasta que la vecina protestaba. Estaba ya por darme por vencido cuando me di cuenta que mi pie derecho estaba aprendiendo a patear con precisión. Entonces me entusiasmé y me fui al parque a empezar a practicar tiros de más lejos. Una y otra vez. Descubrí que mi pie derecho aprendía lo mismo que el izquierdo y la puntería era eficiente en ambos. Faltaba todavía un mes para el torneo. Quizá había tiempo de ser convocado. Pedí a mi papá de que fuéramos a hablar con el entrenador.
Llegamos justo cuando el entrenamiento estaba comenzando. Mis compañeritos hacían ejercicios de calentamiento. Mi papá se dirigió a Mister Gómez interrumpiendo las instrucciones a los niños. Le exigía una explicación por la que yo había quedado excluido del equipo. La explicación del instructor sudamericano fue muy clara:
– “Yo necesito en mi equipo jugadores completos… aquellos que juegan sólo con la mitad de su cuerpo no me interesan.”
Cuando estábamos por irnos, me volteé y con lágrimas en los ojos me dirigí hacia el técnico argentino: “ya aprendí cómo tirar con la derecha. Ya soy un jugador completo”. Fue la única vez que lo vi sonreír.
– “¿Estás seguro?”- preguntó.
Yo contesté afirmando con la cabeza mientras levantaba mi pie derecho.
El Mister contestó con otra pregunta:
– “¿Qué esperas para ir a cambiarte? Llevas tres meses de retardo… a la entrada de los vestidores encontrarás un uniforme colgado, ponte ese.”
Cuando entré a los vestidores me llevé la sorpresa que el uniforme colgado a la entrada tenía mi nombre estampado. EL Mister no me había excluido completamente. Él sabía que yo iba a volver. Mi felicidad regresó. Recomencé los entrenamientos con mucho entusiasmo.
Nos presentamos al torneo con el más alto nivel de juego. Empezamos ganando todos los partidos. Estaba yo sorprendido de mi gran habilidad goleadora. Ya sea con el pie izquierdo que con el derecho anotaba goles sin piedad. Llegamos a la final invictos. Nuevamente repetíamos el partido final contra los campeones invencibles de los años anteriores. Pero ahora yo contaba con otra "arma letal": mi pie derecho. Antes de saltar a la cancha, todos los compañeros del equipo nos abrazamos y nos propusimos ganar la copa. Y así fue. Una furia invadió mi cuerpo y jugué como nunca. Arrasé con toda la defensa contraria y la puse contra la pared. Marqué una tripleta que nos permitió finalmente levantar la copa, los tres goles fueron hechos con el pie derecho. Yo me consagré como campeón goleador realizando el doble de los goles marcados el año anterior. El Mister tenía razón, utilizando ambos pies, los jugadores somos más cínicos frente a la portería, y así se duplica la producción de goles. ¡Gracias Mister!
No veo la hora de comenzar la Universidad. Quiero jugar con los grandes. Mis dos pies tienen la capacidad de driblar, conducir, pasar, gambetear y tirar con mucha precisión. De acuerdo a la posición del balón en los tiros libres, ambos pies saben tirar muy bien. Sin embargo, tengo que aclarar una cosa… si tengo que tirar un penalty, lo hago con mi pie izquierdo, mi preferido...
Al día siguiente empezaron los entrenamientos. Después de hablarnos de estrategias y tácticas ofensivas en los vestidores, el Mister Gómez se interesó en la técnica individual y nos pidió que realizáramos los ejercicios en el campo para mejorar ciertos aspectos característicos de cada uno de nosotros. Saltamos a la cancha y nos formó a todos justo afuera del área grande de la portería. Su asistente distribuyó los balones y nos hizo tirar al arco, primero con la pierna derecha y después con la izquierda. Cuando llegó mi turno, el tiro que salió de mi pie derecho fue muy malo, no solo en potencia, sino que también en dirección. Pero no importaba, porque el siguiente tiro sería con mi “pierna buena”. Notoriamente, los demás niños no tenían la destreza que yo tenía y todos sus tiros fueron peores que el mío. Otra vez llegó mi turno. Acomodé el balón y di unos cuantos pasos para atrás perfilándome con mi zurda privilegiada. Ante la mirada del director técnico me lucí con un tiro preciso al ángulo después de haber dibujado en el aire una parábola perfecta. Los compañeritos se quedaron con la boca abierta, asombrados por la perfección de mi tiro. No existía portero en el mundo que alcanzara ese obús perfectamente colocado. Sin embargo, el Mister Gómez, como le llamábamos, en lugar de felicitarme, tomó una latita de pintura blanca y una brocha y me separó del grupo pidiéndome que tomara un balón. Mientras caminábamos hacia la salida de la cancha, le daba instrucciones a su asistente para que empezaran a jugar un partidito con los demás niños. Eso no era justo. Yo quería jugar, pero no tuve otra alternativa y lo tuve que seguir. Salimos de la cancha y llegamos al patio, un espacio abierto que se utiliza para calentamientos de los jugadores entre la cancha y el gimnasio. EL Mister pintó en la pared externa del gimnasio unas líneas que delimitaban un pequeño espacio y calculó unos dos metros desde la pared, pintando sobre el suelo otra línea para que yo no la superara. Antes de retirarse, mientras me mostraba con su pie derecho, me indicó como debería hacer el ejercicio:
“Escúchame bien, muchacho. De ahora en adelante nada de tirar con el pie izquierdo. Se acabó, olvídate que pegas con la izquierda. Piensa que ahora sólo cuentas con tu pie derecho. Todos los días de entrenamiento te quiero ver en este patio. Tienes que hacer el siguiente ejercicio: detrás de esta línea debes chutar la pelota con la parte interna de tu pie derecho para tratar de golpear la pared en el espacio que he marcado y aprovechando el rebote, golpeas una y otra vez hasta que cuentes mil veces sin perder el control. Luego, repites otras mil veces con la parte externa, siempre del pie derecho. Después, cuando termines, te puedes ir a tu casa.”
Mientras lo observaba alejarse con esa andadura irregular, yo me decía a mí mismo: “No puedo creerlo, el Mister está atolondrado. Dice las cosas sin reflexionar. ¿Qué clase de entrenamiento es este? ¿Por qué me castigó? ¿Qué cosa hice? Evidentemente odia a los zurdos, quizá porque él perdió la habilidad de su pierna zurda y quiere que todos también la perdamos… pero yo no la voy a perder sólo por el capricho de un entrenador atolondrado”.
Con furia acomodé la pelota y realicé los ejercicios que me pidió, pero los hice utilizando mi pie izquierdo… más de mil rebotes y si fallar ni una vez. Le iba a demostrar a ese atolondrado que mi pie izquierdo nunca perdería su poder. Esa vez llegué llorando a la casa diciendo que no volvería a los entrenamientos. Ni siquiera sabía porqué me había castigado de esa manera. Pero gracias a las palabras nobles de mi papá que me decía que el entrenador sabía lo que hacía, me convencí y continué con los entrenamientos encerrado en aquel patio. Sin decir nada, seguí practicando las dos horas de entrenamiento, pero utilizando mi pie izquierdo, afinando cada vez más la puntería. Pasó el tiempo y yo seguí bajo el castigo, pero sin decir nada. A la pregunta del entrenador de cómo iban las cosas con mi pie derecho, yo respondía: “muy bien Mister, muy bien.” Yo deseaba anotar un golazo con mi pie izquierdo para que ese hombre sufriera de envidia. Esa sería mi venganza.
Finalmente llegó el verano y con éste, el torneo tan esperado. Mi pierna izquierda estaba mejor que nunca. El Mister Gómez tenía la lista de los titulares y yo estaba entre ellos. Como era de esperarse, mis actuaciones eran muy aplaudidas y llegamos a la final contra los campeones de la provincia. Saltamos a la cancha convencidos que saldríamos levantando el trofeo. Estábamos 0-0, faltaba poco más de un minuto para terminar el partido. Un grandulón se había encargado de cuidarme y utilizando agarrones y empujones durante todo el partido estaba logrando su objetivo, no dejarme anotar. En una gran jugada de mi compañero, la pelota se filtró bajo las piernas del grandulón y me quedó lista para fusilar al portero, pero la posición del balón no era muy cómoda para mi pierna izquierda. Pero en una fracción de segundo, el derecho acomodó el balón para que el izquierdo mandara el balón al fondo de la red. Sin embargo, el portero era muy hábil y veloz. Esa fracción de segundo que utilizó el pie derecho, le sirvió al portero para reaccionar y con la punta de los dedos alcanzó a desviar el balón a tiro de esquina. Eso no fue lo peor. Medio minuto más tarde, el balón llegó a los pies del atacante contrario frente a nuestro portero y sin importarle cual de los dos pies era el favorito, chutó con el que estaba más cerca del balón sin perder tiempo… perdimos el partido y la copa…
Al terminar el partido, el Mister Gómez se acercó a mí y en lugar de felicitarme por los nueve goles anotados durante el torneo, me preguntó en forma de reprimenda: “¿por qué no tiraste con la derecha?”. Podrás imaginar que estaba yo destruido por haber perdido y todavía el entrenador, en lugar de consolarme, me acusaba de haber sido culpable de la derrota.
El tiempo ayuda a sanar las heridas y yo poco a poco empecé a jugar otra vez. En febrero del año siguiente convocaron nuevamente para el torneo “Amigos del Balón” como todos los años. Nuevamente se presentó el Mister Gómez como responsable del equipo de nuestra escuela. A la hora del recreo publicaron la lista de convocados para el torneo de junio, pero quedé completamente “helado” cuando me di cuenta que mi nombre no figuraba en la lista … ¡Qué horrible! Yo me consideraba el mejor jugador de la escuela y no estaba entre los seleccionados. Me fui a la casa llorando y pensando qué injusto había sido el entrenador, sólo porque yo era zurdo. ¡Qué injusticia! Desilusionado me tiré en mi cama quedando sin fuerzas.
De repente, sentí una rabia interior que me empujó a demostrar que yo era capaz de utilizar también mi pie derecho. Tenía que demostrar a ese atolondrado que yo sabía patear también con el pie derecho. Tomé el balón y salí al patio a practicar. Empecé con toques cortos con la parte interna del pie pateándolo contra el lavadero de la vecina, una y otra vez, pero mi torpeza me hacía fallar. Seguí pateando, ¡Pum, pum, pum! Una y otra vez durante casi dos meses, incluyendo sábados y domingos. Todas las tardes después de hacer la tarea salía a hacer lo mismo hasta que la vecina protestaba. Estaba ya por darme por vencido cuando me di cuenta que mi pie derecho estaba aprendiendo a patear con precisión. Entonces me entusiasmé y me fui al parque a empezar a practicar tiros de más lejos. Una y otra vez. Descubrí que mi pie derecho aprendía lo mismo que el izquierdo y la puntería era eficiente en ambos. Faltaba todavía un mes para el torneo. Quizá había tiempo de ser convocado. Pedí a mi papá de que fuéramos a hablar con el entrenador.
Llegamos justo cuando el entrenamiento estaba comenzando. Mis compañeritos hacían ejercicios de calentamiento. Mi papá se dirigió a Mister Gómez interrumpiendo las instrucciones a los niños. Le exigía una explicación por la que yo había quedado excluido del equipo. La explicación del instructor sudamericano fue muy clara:
– “Yo necesito en mi equipo jugadores completos… aquellos que juegan sólo con la mitad de su cuerpo no me interesan.”
Cuando estábamos por irnos, me volteé y con lágrimas en los ojos me dirigí hacia el técnico argentino: “ya aprendí cómo tirar con la derecha. Ya soy un jugador completo”. Fue la única vez que lo vi sonreír.
– “¿Estás seguro?”- preguntó.
Yo contesté afirmando con la cabeza mientras levantaba mi pie derecho.
El Mister contestó con otra pregunta:
– “¿Qué esperas para ir a cambiarte? Llevas tres meses de retardo… a la entrada de los vestidores encontrarás un uniforme colgado, ponte ese.”
Cuando entré a los vestidores me llevé la sorpresa que el uniforme colgado a la entrada tenía mi nombre estampado. EL Mister no me había excluido completamente. Él sabía que yo iba a volver. Mi felicidad regresó. Recomencé los entrenamientos con mucho entusiasmo.
Nos presentamos al torneo con el más alto nivel de juego. Empezamos ganando todos los partidos. Estaba yo sorprendido de mi gran habilidad goleadora. Ya sea con el pie izquierdo que con el derecho anotaba goles sin piedad. Llegamos a la final invictos. Nuevamente repetíamos el partido final contra los campeones invencibles de los años anteriores. Pero ahora yo contaba con otra "arma letal": mi pie derecho. Antes de saltar a la cancha, todos los compañeros del equipo nos abrazamos y nos propusimos ganar la copa. Y así fue. Una furia invadió mi cuerpo y jugué como nunca. Arrasé con toda la defensa contraria y la puse contra la pared. Marqué una tripleta que nos permitió finalmente levantar la copa, los tres goles fueron hechos con el pie derecho. Yo me consagré como campeón goleador realizando el doble de los goles marcados el año anterior. El Mister tenía razón, utilizando ambos pies, los jugadores somos más cínicos frente a la portería, y así se duplica la producción de goles. ¡Gracias Mister!
No veo la hora de comenzar la Universidad. Quiero jugar con los grandes. Mis dos pies tienen la capacidad de driblar, conducir, pasar, gambetear y tirar con mucha precisión. De acuerdo a la posición del balón en los tiros libres, ambos pies saben tirar muy bien. Sin embargo, tengo que aclarar una cosa… si tengo que tirar un penalty, lo hago con mi pie izquierdo, mi preferido...