¡No abras esa puerta!
Por Emi Mendoza
Faltaba una semana para que llegara el día de mi cumpleaños. Yo estaba feliz porque finalmente podría organizar una gran fiesta con todos mis amigos. No veía la hora de soplar mis ocho velitas sobre un pastel gigante. Pregunté a mi mamá dónde íbamos a celebrar mi aniversario. Le dije que tenía que ser en un salón grande pues me gustaría invitar a todos mis compañeros de clase. Al inicio, ella no respondió, pero cuando volví a hacerle la pregunta, ella me respondió indiferentemente. Me dio una respuesta desagradable:
– Lo celebrarás en la casa de tu tía Tencha y sin ningún invitado.
–¿Qué? ¿Estás bromeando mamá? – con angustia le pregunté.
Mi madre se mostraba fría y calculadora. Parecía tener poco nivel de empatía ante una situación tan importante como la de celebrar mi onomástico. Respondió a mi pregunta con otra pregunta:
– ¿Te has portado bien como para merecer una fiesta de cumpleaños?
Me regresé llorando a mi cuarto. Sabía que ella tenía razón. Durante todo el año mi comportamiento no había sido para nada bueno. No podía evitar la tristeza por no poder estar con mis amiguitos en una fiesta donde yo pudiera soplar las velitas. No había necesidad de que mi madre me recordara todas mis travesuras. Yo sabía que me merecía ese castigo. Yo estaba consciente de todo: no terminaba la tarea, no arreglaba mis juguetes, constantemente peleaba con mi hermana por celos, no escuchaba las recomendaciones de mi papá. Durante todo el año me habían amenazado con castigarme:
– ¡Si no te comportas bien, como castigo no tendrás fiesta de cumpleaños!
Es que nunca me imaginé que me castigarían de verdad. Mis travesuras siempre terminaban en amenazas incumplidas. Pero en esta ocasión, era verdad. Me llevarían todo el día a casa de tía Tencha. Con ella me aburro mucho, no hay con quien jugar y encima tengo que limpiar toda la casa porque ella tiene la obsesión de la limpieza. ¡Qué horror!
Arrepentido por tantas diabluras cometidas, decidí mostrar que había cambiado. Quería demostrar que tenía ganas de ayudar, de no hacer más travesuras y de hacer mi tarea. Durante esa semana hice muchas obras buenas con la intención de ver reducida la “condena”. Con mucha entusiasmo me dispuse a arreglar mi cuarto, ordené todos los juguetes, limpié el piso, tendí mi cama, terminé la tarea. Todos los días cuando llegaba mi papá de la oficina, le ofrecía las pantuflas y le daba el diario para que leyera mientras la comida estaba lista. También le ofrecí ayuda a mi mamá en la cocina. A la hora de comer, ayudé a mi hermana a poner la mesa, respeté todas las reglas básicas de comportamiento en la mesa mientras comíamos. Después, ayudé a mi mamá a lavar los platos y finalmente llevé la basura hasta el camión recolector.
Toda esa semana fui activo ayudando y comportándome como un buen muchacho, pero temía que mis padres no lo notaran. Sin embargo, mi papá me llamó y reconoció que yo estaba portándome bien.
– Te felicito por tu cambio de actitud – me dijo – espero que el castigo te enseñe la importancia que tiene ayudar en los quehaceres de la casa y en el cumplimiento de tus deberes de la escuela.
Menos mal que se habían dado cuenta de que yo había cambiado y eso me tranquilizó. Esas palabras me permitieron sentirme valorado y competente, lo cual me ayudó mejorar mi autoestima. Luego mencionó algo sobre la reducción de la pena:
– Por lo pronto, mañana irás a pasar tu cumpleaños a casa de tía Tencha, pero el próximo año, si continúas portándote bien podrás tener tu fiesta de cumpleaños.
– ¡VIVA, el próximo año voy a tener mi fiesta de cumpleaños… doce meses se pasan rápido! – grité de alegría.
La mañana siguiente, el día de mi cumpleaños, me levanté pensando que alguien me felicitaría, pero me había olvidado que yo estaba castigado. Era claro, el correctivo no incluía ni siquiera ser felicitado. Mi papá me llevó a casa de tía Tencha como acordado y me dijo que la obedeciera en todo.
Tía Tencha me recibió con una escoba en la mano y me dijo:
– Hola Juancito. ¿Cómo estás? Toma la escoba, por favor barre toda la casa. Yo voy a ir a la iglesia. Cuando termines de limpiar, riega las plantas y luego, si quieres, enciende la televisión un rato.
Tía Tencha se acercó a mí y tomándome por los hombros me advirtió seriamente una cosa:
– Escúchame bien lo que te tengo que decir, por ningún motivo vayas a abrir esa puerta.
Me señaló una puerta marrón que había en fondo a la casa. Y antes de salir de la casa ya con su bolsa en la mano, me repitió:
– Recuerda, no vayas a abrir esa puerta por nada del mundo.
No me debía haber dicho eso. La curiosidad me empezó a corroer por dentro. No me interesaba abrir ninguna puerta, pero luego de que me dijo que no la debía abrir, me provocó una gran curiosidad. Me apresuré a terminar de barrer la casa pensando todo el tiempo en la puerta prohibida. Pero cuando terminé, en lugar de ponerme a jugar o ver la televisión, me dirigí hacia la puerta misteriosa. Me paré frente a ella tratando de adivinar qué cosa mi tía guardaba en esa habitación. Me acerqué y escuché algunos ruidos que provenían de adentro. Empecé a sentir miedo y me alejé de ella, pero no me fui, pues mi curiosidad era enorme. Prefería esperar para poder averiguar y saber más sobre esa extraña habitación. Pero mi tía no regresaba y mi curiosidad no disminuía. Entre miedo y fisgoneo merodeaba a una cierta distancia. Estaba indeciso si abrirla o mejor esperar a que mi tía regresara.
Pero después de esperar varios minutos, no aguanté más y tomé la decisión de abrirla costara lo que costara. Quería descubrir su contenido. Me acerqué sigilosamente. Apoyé la espalda a la pared como para prevenirme de que algo saliera con fuerza de esa habitación. Me imaginé que podría haber un león, pero los ruidos no parecían rugidos. Luego pensé que podría haber un fantasma. Pero claro, yo soy un niño grande, tengo ocho años:
– ¡Soy un niño maduro y no tengo miedo, no creo en fantasmas! – me daba valor hablando en voz alta como para que el fantasma supiera que yo no tenía miedo.
Pero la verdad es que no me atrevía, no quería aceptar que efectivamente yo estaba muy asustado. Puse mi oreja muy cerca de la puerta para escuchar mejor. El ruido que se escuchaba era como si muchos niños estuvieran jugando.
– Lo celebrarás en la casa de tu tía Tencha y sin ningún invitado.
–¿Qué? ¿Estás bromeando mamá? – con angustia le pregunté.
Mi madre se mostraba fría y calculadora. Parecía tener poco nivel de empatía ante una situación tan importante como la de celebrar mi onomástico. Respondió a mi pregunta con otra pregunta:
– ¿Te has portado bien como para merecer una fiesta de cumpleaños?
Me regresé llorando a mi cuarto. Sabía que ella tenía razón. Durante todo el año mi comportamiento no había sido para nada bueno. No podía evitar la tristeza por no poder estar con mis amiguitos en una fiesta donde yo pudiera soplar las velitas. No había necesidad de que mi madre me recordara todas mis travesuras. Yo sabía que me merecía ese castigo. Yo estaba consciente de todo: no terminaba la tarea, no arreglaba mis juguetes, constantemente peleaba con mi hermana por celos, no escuchaba las recomendaciones de mi papá. Durante todo el año me habían amenazado con castigarme:
– ¡Si no te comportas bien, como castigo no tendrás fiesta de cumpleaños!
Es que nunca me imaginé que me castigarían de verdad. Mis travesuras siempre terminaban en amenazas incumplidas. Pero en esta ocasión, era verdad. Me llevarían todo el día a casa de tía Tencha. Con ella me aburro mucho, no hay con quien jugar y encima tengo que limpiar toda la casa porque ella tiene la obsesión de la limpieza. ¡Qué horror!
Arrepentido por tantas diabluras cometidas, decidí mostrar que había cambiado. Quería demostrar que tenía ganas de ayudar, de no hacer más travesuras y de hacer mi tarea. Durante esa semana hice muchas obras buenas con la intención de ver reducida la “condena”. Con mucha entusiasmo me dispuse a arreglar mi cuarto, ordené todos los juguetes, limpié el piso, tendí mi cama, terminé la tarea. Todos los días cuando llegaba mi papá de la oficina, le ofrecía las pantuflas y le daba el diario para que leyera mientras la comida estaba lista. También le ofrecí ayuda a mi mamá en la cocina. A la hora de comer, ayudé a mi hermana a poner la mesa, respeté todas las reglas básicas de comportamiento en la mesa mientras comíamos. Después, ayudé a mi mamá a lavar los platos y finalmente llevé la basura hasta el camión recolector.
Toda esa semana fui activo ayudando y comportándome como un buen muchacho, pero temía que mis padres no lo notaran. Sin embargo, mi papá me llamó y reconoció que yo estaba portándome bien.
– Te felicito por tu cambio de actitud – me dijo – espero que el castigo te enseñe la importancia que tiene ayudar en los quehaceres de la casa y en el cumplimiento de tus deberes de la escuela.
Menos mal que se habían dado cuenta de que yo había cambiado y eso me tranquilizó. Esas palabras me permitieron sentirme valorado y competente, lo cual me ayudó mejorar mi autoestima. Luego mencionó algo sobre la reducción de la pena:
– Por lo pronto, mañana irás a pasar tu cumpleaños a casa de tía Tencha, pero el próximo año, si continúas portándote bien podrás tener tu fiesta de cumpleaños.
– ¡VIVA, el próximo año voy a tener mi fiesta de cumpleaños… doce meses se pasan rápido! – grité de alegría.
La mañana siguiente, el día de mi cumpleaños, me levanté pensando que alguien me felicitaría, pero me había olvidado que yo estaba castigado. Era claro, el correctivo no incluía ni siquiera ser felicitado. Mi papá me llevó a casa de tía Tencha como acordado y me dijo que la obedeciera en todo.
Tía Tencha me recibió con una escoba en la mano y me dijo:
– Hola Juancito. ¿Cómo estás? Toma la escoba, por favor barre toda la casa. Yo voy a ir a la iglesia. Cuando termines de limpiar, riega las plantas y luego, si quieres, enciende la televisión un rato.
Tía Tencha se acercó a mí y tomándome por los hombros me advirtió seriamente una cosa:
– Escúchame bien lo que te tengo que decir, por ningún motivo vayas a abrir esa puerta.
Me señaló una puerta marrón que había en fondo a la casa. Y antes de salir de la casa ya con su bolsa en la mano, me repitió:
– Recuerda, no vayas a abrir esa puerta por nada del mundo.
No me debía haber dicho eso. La curiosidad me empezó a corroer por dentro. No me interesaba abrir ninguna puerta, pero luego de que me dijo que no la debía abrir, me provocó una gran curiosidad. Me apresuré a terminar de barrer la casa pensando todo el tiempo en la puerta prohibida. Pero cuando terminé, en lugar de ponerme a jugar o ver la televisión, me dirigí hacia la puerta misteriosa. Me paré frente a ella tratando de adivinar qué cosa mi tía guardaba en esa habitación. Me acerqué y escuché algunos ruidos que provenían de adentro. Empecé a sentir miedo y me alejé de ella, pero no me fui, pues mi curiosidad era enorme. Prefería esperar para poder averiguar y saber más sobre esa extraña habitación. Pero mi tía no regresaba y mi curiosidad no disminuía. Entre miedo y fisgoneo merodeaba a una cierta distancia. Estaba indeciso si abrirla o mejor esperar a que mi tía regresara.
Pero después de esperar varios minutos, no aguanté más y tomé la decisión de abrirla costara lo que costara. Quería descubrir su contenido. Me acerqué sigilosamente. Apoyé la espalda a la pared como para prevenirme de que algo saliera con fuerza de esa habitación. Me imaginé que podría haber un león, pero los ruidos no parecían rugidos. Luego pensé que podría haber un fantasma. Pero claro, yo soy un niño grande, tengo ocho años:
– ¡Soy un niño maduro y no tengo miedo, no creo en fantasmas! – me daba valor hablando en voz alta como para que el fantasma supiera que yo no tenía miedo.
Pero la verdad es que no me atrevía, no quería aceptar que efectivamente yo estaba muy asustado. Puse mi oreja muy cerca de la puerta para escuchar mejor. El ruido que se escuchaba era como si muchos niños estuvieran jugando.
– ¿Niños jugando? Yo también quiero jugar con ellos – me desesperé. Con cierta aprensión me acerqué y toqué la puerta.
Los niños callaron. Intenté abrir la puerta varias veces, pero ésta se cerraba sola…
Insistí tocando nuevamente, pero al no oír ninguna respuesta decidí abrirla con firmeza. La mano me temblaba cuando tomé la manija otra vez… poco a poco la giré… y tomé un buen respiro para después abrirla rápidamente y ver que contenía ese cuarto. Finalmente lo logré. A pesar de que el cuarto estaba obscuro, alcancé a ver que era de grandes dimensiones, era tan grande como un salón de fiestas infantiles. De repente se encendió la luz y todos mis amigos salieron de su escondite y me dieron la sorpresa:
¡Feliz cumpleaños Juancito! Y empezaron todos a cantarme las mañanitas, la canción tradicional adoptada para celebrar los cumpleaños. Mi susto inicial se transformó en absoluta felicidad. Mis padres me habían perdonado y me habían concedido una fiesta sorpresa. Pude soplar mis ocho velitas sobre un pastel gigante y me divertí tanto con mis amigos.
Al final de la fiesta, mi tía Tencha dijo que de grande voy a convertirme en un importante detective privado, pues soy tremendamente curioso, pero que mientras me convertía en ese excelente investigador, le tenía que ayudar a limpiar el salón que había quedado echo un chiquero después de mi fiesta.
– ¡Ay, no, que cansancio…!
Al final de la fiesta, mi tía Tencha dijo que de grande voy a convertirme en un importante detective privado, pues soy tremendamente curioso, pero que mientras me convertía en ese excelente investigador, le tenía que ayudar a limpiar el salón que había quedado echo un chiquero después de mi fiesta.
– ¡Ay, no, que cansancio…!