Publicado el 1 de Agosto de 2021
El Oro Blanco
Una historia escrita por Patricia Gutiérrez Pesce
Septiembre era el mes preferido de Bruno porque se abría la temporada de recolección de la trufa blanca por lo que podía hacer largos paseos matutinos en los bosques cercanos con Álvaro. Lo ayudaba a encontrar el tan anhelado condimento para los humanos que luego vendía en los mercaditos del pueblo de los domingos. En realidad, Bruno no encontraba ningún atractivo en especial en esas pelotas negras con olor peculiar, por no decir desagradable. Era sólo el motivo para pasear libremente junto con su mejor amigo, recibir una buena ración de comida de regreso a casa y muchas caricias como recompensa. Dentro de pocas semanas pasaría a la búsqueda de las trufas negras lisas que eran mucho más fáciles de encontrar. Para Bruno, la búsqueda era un juego de niños, una olfateada por aquí, otra por allá, un par de ladridos para dar la advertencia de la presencia del oro blanco y comenzaba a excavar con las patas largas en el lugar exacto en donde se encontraban esas esferas de forma irregular de color negro por fuera y blancas por dentro. Luego, su dueño las extraía con mucho cuidado para no romperlas; mientras más grande eran más contento se ponía y sacaba pechuga como si hubiera sido él mismo quien las encontrara. Era feliz de que él se sintiera feliz.
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Con una tierna caricia en el pecho, Álvaro lo elogiaba diciéndole que tenía un olfato muy especial, tan especial como tú, querido Bruno —le susurraba suavemente acercándose a sus orejas mientras el perro lo miraba con idolatría a través de sus ojotes dulces color cielo, le lamía la cara mientras la cola ondeaba de aquí para allá. Lo llevaba siempre al mercado para que todos admirasen al mejor perro del mundo, como lo llamaba con orgullo, cuando la gente pasaba delante de su banquito de trufas en venta. Bruno, sentado junto a su dueño, esperaba tranquilo a que terminara las ventas. En algunas ocasiones, los niños se le acercaban para acariciarlo y él golpeaba contra el piso la cola peluda jaspeada gris y blanco que contrastaba con el pelo corto blanco del cuerpo como si fuera una cola postiza. Algunos lo confundían con un lobo. Sí, en realidad tenía mucho parecido a éste, pero la cola parecía más a la de un zorro.
La primera mañana de septiembre, Bruno se despertó muy temprano con los disparos de los cazadores pues se había abierto también la temporada de caza. Bostezó, se desperezó y esperó impaciente, delante de la puerta, a que su dueño terminara de tomar desayuno, en cambio a él no le dio nada pues cuando salía a buscar trufas tenía que estar en ayunas. Meneó la cola impacientemente conforme Álvaro se acercaba a él y, apenas éste abrió la puerta, dio un brinco encima de las tres gradas y cayó en cuatro patas en medio del retiro que había delante a la casita de campo. El rocío del césped mojó inmediatamente sus patas y se mezcló con la tierra, ensuciándolas como si tuviera botines de cuero. Bruno saltaba contento de aquí para allá como rebotando y daba vueltas alrededor de su dueño.
Como buenos amigos que eran, comenzaron a caminar uno junto al otro hasta que llegaron al margen del bosque de robles en donde habían encontrado trufas blancas otros años. Embocaron el sendero que conducía a una casita deshabitada con un amplio jardín alrededor sorprendiéndose de verlo con el césped corto y todo en orden. Bruno aceleró el paso al sentir que se estaba aproximando a su área de trabajo, cada vez se alejaba más y más de su dueño quien caminaba tranquilamente porque sabía que se quedaría en los alrededores y con el descubrimiento de una trufa habría lanzado un par de ladridos. Había sido siempre fácil dar con él. Bruno prosiguió a través del sendero distrayéndose de vez en cuando con los aromas de otros animales. Siguió olfateando y caminando a paso ligero, tenía que contentar a su dueño para poder regresar a casa pronto y comer doble ración de comida.
De pronto se escuchó un disparo de escopeta que venía justamente del bosque en donde Bruno se había adentrado.
—¡Bruno! ¡Bruno! —gritó el dueño—. ¡Brunoooo! —Siguió un fuerte silbido.
Ni sombra del perro, en cambio, de la casa cercana salió una señora en bata y pantuflas y los cabellos alborotados.
—Mi figlio está dormiendo. ¿Chi es usted? ¿Por qué lo chiama a gritos? —la señora italiana frunció el ceño para demostrar su desaprobación.
—Disculpe, señora. Estoy buscando a mi perro, que se llama Bruno.
—Mi figlio se llama Bruno y este bosque es propietà privata. Además, es domenica y no tiene derecho a despertarnos a gritos.
—Es que aquí hay trufas, señora, y he escuchado un disparo —respondió con tono preocupado.
—¿Truffa? Aquí nadie hace truffa, somos honrados y no hemos sparato.
—¿Honrados? Pero ¿qué ha entendido? He dicho trufa, no trafa. —Álvaro estaba desconcertado.
—¿Trafa? ¿Y qué es eso? —la señora estaba cada vez más confundida y con el ceño más fruncido.
—Quiere decir engaño.
—Aquí no hay engaño. Per favore, váyase de aquí in questo momento.
—No, señora estoy buscando trufas… es ese hongo que crece en las raíces de los árboles y se comen.
—¿Hongos? Non capisco …Aquí vivimos gente honesta y si no se va de aquí chiamo la policía.
El señor sacó su celular y buscó la traducción….
—¡Tartufi! —respondió aliviado—. ¡Tartufi!
—Ahhhh discúlpame… he llegado hace poco y no hablo bien spagnolo.
Y tampoco lo entiende, pensó Álvaro.
—No hay problema, ahora nos vamos —respondió el hombre refunfuñando—. Un minuto de paciencia, por favor.
—No sabía que en este bosco hay truffa…. —la señora se relajó y soltó una risotada.
Se escuchó otro disparo. El hombre lanzó otro silbido fuerte y llamó: ¡Brunooo!
—¡He detto que mi figlio está dormiendo!
—Ah sí, tiene razón, discúlpeme, pero el disparo me preocupa mucho y mi perro no regresa y no ladra —Álvaro no veía la hora de irse de esa propiedad, pero no se iría sin su Bruno. Se encaminó hacia la entrada del bosque para buscarlo.
Minutos antes, mientras los dos humanos habían estado tratando de ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras, Bruno se había encaminado dentro del bosque porque había olfateado una presencia femenina que no reconoció. Siguió caminando y olfateando, caminando y olfateando, olvidándose completamente de su dueño y de las trufas y de la doble ración de almuerzo y de las caricias que habría recibido como recompensa. Su instinto era más fuerte; no había escuchado el primer disparo y su objetivo se había convertido en encontrar a la hembra.
El bosque se hacía cada vez más empinado y tupido. Los arbustos y malezas confundían el sendero, pero para Bruno no era un problema porque seguía sus huellas guiándose por su olfato. Siguió caminando por algunos minutos hasta cuando encontró enfrente de él una loba joven que lo observaba. La loba se revolcó en el suelo, se levantó y comenzó a alejarse con una ardilla en la boca. De vez en cuando se daba la vuelta para ver si lo seguía. Bruno la seguía con frenesí. Poco después, llegó a la entrada de una caverna pequeña formada entre unas piedras enormes y las raíces de un roble centenario. Dejó caer la ardilla, aulló e inmediatamente salieron tres cachorritos hambrientos moviendo la cola que se la devoraron. Era la guarida de la loba. La loba lo miró con ojos dulces y se sentó. El segundo disparo lo despabiló de la loba e hizo que Bruno regresara a la realidad, el inmediato silbido lejano hizo que se acordara de su dueño, de las trufas, del almuerzo, de las caricias. Desistió al ver la gran familia, no era para él, no estaba para esos trotes. Dio media vuelta y se encaminó en la dirección del silbido de Álvaro. Él representaba para Bruno el “oro blanco”. Nadie podría substituirlo.
La primera mañana de septiembre, Bruno se despertó muy temprano con los disparos de los cazadores pues se había abierto también la temporada de caza. Bostezó, se desperezó y esperó impaciente, delante de la puerta, a que su dueño terminara de tomar desayuno, en cambio a él no le dio nada pues cuando salía a buscar trufas tenía que estar en ayunas. Meneó la cola impacientemente conforme Álvaro se acercaba a él y, apenas éste abrió la puerta, dio un brinco encima de las tres gradas y cayó en cuatro patas en medio del retiro que había delante a la casita de campo. El rocío del césped mojó inmediatamente sus patas y se mezcló con la tierra, ensuciándolas como si tuviera botines de cuero. Bruno saltaba contento de aquí para allá como rebotando y daba vueltas alrededor de su dueño.
Como buenos amigos que eran, comenzaron a caminar uno junto al otro hasta que llegaron al margen del bosque de robles en donde habían encontrado trufas blancas otros años. Embocaron el sendero que conducía a una casita deshabitada con un amplio jardín alrededor sorprendiéndose de verlo con el césped corto y todo en orden. Bruno aceleró el paso al sentir que se estaba aproximando a su área de trabajo, cada vez se alejaba más y más de su dueño quien caminaba tranquilamente porque sabía que se quedaría en los alrededores y con el descubrimiento de una trufa habría lanzado un par de ladridos. Había sido siempre fácil dar con él. Bruno prosiguió a través del sendero distrayéndose de vez en cuando con los aromas de otros animales. Siguió olfateando y caminando a paso ligero, tenía que contentar a su dueño para poder regresar a casa pronto y comer doble ración de comida.
De pronto se escuchó un disparo de escopeta que venía justamente del bosque en donde Bruno se había adentrado.
—¡Bruno! ¡Bruno! —gritó el dueño—. ¡Brunoooo! —Siguió un fuerte silbido.
Ni sombra del perro, en cambio, de la casa cercana salió una señora en bata y pantuflas y los cabellos alborotados.
—Mi figlio está dormiendo. ¿Chi es usted? ¿Por qué lo chiama a gritos? —la señora italiana frunció el ceño para demostrar su desaprobación.
—Disculpe, señora. Estoy buscando a mi perro, que se llama Bruno.
—Mi figlio se llama Bruno y este bosque es propietà privata. Además, es domenica y no tiene derecho a despertarnos a gritos.
—Es que aquí hay trufas, señora, y he escuchado un disparo —respondió con tono preocupado.
—¿Truffa? Aquí nadie hace truffa, somos honrados y no hemos sparato.
—¿Honrados? Pero ¿qué ha entendido? He dicho trufa, no trafa. —Álvaro estaba desconcertado.
—¿Trafa? ¿Y qué es eso? —la señora estaba cada vez más confundida y con el ceño más fruncido.
—Quiere decir engaño.
—Aquí no hay engaño. Per favore, váyase de aquí in questo momento.
—No, señora estoy buscando trufas… es ese hongo que crece en las raíces de los árboles y se comen.
—¿Hongos? Non capisco …Aquí vivimos gente honesta y si no se va de aquí chiamo la policía.
El señor sacó su celular y buscó la traducción….
—¡Tartufi! —respondió aliviado—. ¡Tartufi!
—Ahhhh discúlpame… he llegado hace poco y no hablo bien spagnolo.
Y tampoco lo entiende, pensó Álvaro.
—No hay problema, ahora nos vamos —respondió el hombre refunfuñando—. Un minuto de paciencia, por favor.
—No sabía que en este bosco hay truffa…. —la señora se relajó y soltó una risotada.
Se escuchó otro disparo. El hombre lanzó otro silbido fuerte y llamó: ¡Brunooo!
—¡He detto que mi figlio está dormiendo!
—Ah sí, tiene razón, discúlpeme, pero el disparo me preocupa mucho y mi perro no regresa y no ladra —Álvaro no veía la hora de irse de esa propiedad, pero no se iría sin su Bruno. Se encaminó hacia la entrada del bosque para buscarlo.
Minutos antes, mientras los dos humanos habían estado tratando de ponerse de acuerdo sobre el significado de las palabras, Bruno se había encaminado dentro del bosque porque había olfateado una presencia femenina que no reconoció. Siguió caminando y olfateando, caminando y olfateando, olvidándose completamente de su dueño y de las trufas y de la doble ración de almuerzo y de las caricias que habría recibido como recompensa. Su instinto era más fuerte; no había escuchado el primer disparo y su objetivo se había convertido en encontrar a la hembra.
El bosque se hacía cada vez más empinado y tupido. Los arbustos y malezas confundían el sendero, pero para Bruno no era un problema porque seguía sus huellas guiándose por su olfato. Siguió caminando por algunos minutos hasta cuando encontró enfrente de él una loba joven que lo observaba. La loba se revolcó en el suelo, se levantó y comenzó a alejarse con una ardilla en la boca. De vez en cuando se daba la vuelta para ver si lo seguía. Bruno la seguía con frenesí. Poco después, llegó a la entrada de una caverna pequeña formada entre unas piedras enormes y las raíces de un roble centenario. Dejó caer la ardilla, aulló e inmediatamente salieron tres cachorritos hambrientos moviendo la cola que se la devoraron. Era la guarida de la loba. La loba lo miró con ojos dulces y se sentó. El segundo disparo lo despabiló de la loba e hizo que Bruno regresara a la realidad, el inmediato silbido lejano hizo que se acordara de su dueño, de las trufas, del almuerzo, de las caricias. Desistió al ver la gran familia, no era para él, no estaba para esos trotes. Dio media vuelta y se encaminó en la dirección del silbido de Álvaro. Él representaba para Bruno el “oro blanco”. Nadie podría substituirlo.