Yo creo que dibujo ojos, no me canso de hacerlo, porque me atosiga su embrujo, más si habla en mujer, y porque un día me heló que sajasen uno en la pantalla, pasen y vean lo que bulle ahí dentro. Luis Buñuel, mi paisano, ha sido tornasol de mi vida, desde su aventura vanguardista y republicana hasta su travesía mejicana y su reconocimiento francés y último. Recordaré los primeros carteles para el cineclub Gandaya, del amigo y contertulio Alberto Sánchez Millán; sus películas revisitadas con mi hermano en ocasión del centenario de su nacimiento (2000), o el cartelón con que anunciamos el estreno del documental A propósito de Buñuel, en el zaragozano cine Palafox, donde
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El cuate Gustavo Ayala, ingeniero de la UNAM y curtido en saberes progenitoriales, nos presentó a un remoto vasco de Veracruz, fabulista y músico de arrastre al modo de Hamelín, que atendía por Cri-Crí y se proponía, armado de telescopio, sondar las estrellas en eso que se guasean en el teclado sus manos de boxeador blandote. Este Pancho Gabilondo fue un niño grande al que muchos, ya talludos, guardan devoción eterna mientras pasan el testigo de sus canciones. Como el gatico de algodón de Teresita Fernández
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Funden los paisajes de América entre sí y con los boleros, las cumbias, los tangos del trío Fisarmonica, a su vez una fusión de ritmos —piano, bajo, batería y, naturalmente, acordeón— en una floración de jazz mestizo y danzón. Danzón irresistible que sin embargo nos tuvo, amantes de la fotografía, del viaje exótico o de los agudos contrastes del Terzo Mondo, muy correctos y peripuestos en nuestras sillas. Suramérica en el corazón: las cataratas inabarcables de Iguazú, Brasilia en sepulcral silencio, soledad olímpica la de Machu-Picchu, el desierto de Atacama moteado de perezosos guanacos cordilleranos, los llovidos cafetales de Colombia, las ciudades coloniales con el vaivén de sus mercadillos y abarrotes, las estancias esmeralda que hay que recorrer a caballo, machete al cinto. Tejiéndolo todo, el elemento indio: ídolos de
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Del desquiciado baile de calacas de Ub Iwerks, primera de las sinfonías experimentales Disney, a La fiesta de la vida de Jorge R. Gutiérrez, producida por su compatriota Guillermo del Toro, gente como Ray Harryhausen o Tim Burton han aportado bizarras animaciones de ultratumba, invitándonos a pasar, oh vértigo oh maravilla, al otro lado del telón de niebla. Piensa: darle ánima a lo inerte, hacer vivir los cuerpos descabalados, recomponerlos, recuperarlos a la gracia del movimiento. Operación un poco Shelley / silly, que diría G. Caín. Guiados de sicobombos como el perro xoloitzcuintle y el mítico jaguar, ambos parte del pueblo alebrije que acompaña a los muertitos mejicanos (confieso mi fascinación por esta fauna multicolor y desbocada, barroquismo indígena hijo del mejor surrealismo), Lee Unkrich y Adrián Molina han compuesto en la funambulesca Coco, bordado en pasacalles de papel picado y flores de cempasúchi, un canto memorable.
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Te da en la cara el chafarrinón y el splash del diario de Frida, que nos llegó en un paquetito desde el Distrito Federal hasta nuestra biblioteca de facsímiles gracias, de nuevo, a la generosidad del profesor Ayala. Mucho Diego —"niño nacido de mí misma"— y mucha Pelona dientona, mucha mujer desintegrada, rociada, estallada, puro órgano rezumante, al lado de sus dos fes, la indígena y la comunista, tan monina tehuana como pinche parte de la Revolución. Borbotón de tinta son sus cartas, o borradores de varia lujuria, y en la mancha, que renace una y otra vez en el envés del papel, está esa "tierra libre y mía": "¿Quién diría —se arrebata, surrealista— que las manchas viven y ayudan a vivir?" Habría que añadir este autorretrato garabatesco, que rayografía sus últimos diez años, a la cincuentena larga que hacen el tour de los museos. En su prólogo Carlos Fuentes teje los dos FK que el XX ha dado, la mejicana y el praguense, porque ambos
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Despliega Tinísima una fina red de correspondencias, amores, complicidades. Identificación de mujer a mujer, biografías y voces traslapadas (la princesa polaca y la proletaria triestina, la intelectual engagée y la militante instintiva), Elena Poniatowska anduvo diez años tras las huellas de la ragazza de Udine —que también ha embrujado al piamontés Pino Cacucci—, al punto de manifestar su total ensimismamiento con la tragedia íntima de aquella italiana legendaria mientras excavaba en los cascotes del terremoto del 85. Inquietante fuereña, tan seductora como cortejada, rebuenote cuerpo de deseo, Assunta Modotti (alias Rosa Smith Saltarin) fue mujer indómita de muchos hombres: Robo de l'Abrie Richey, poeta bohemio de San Francisco con quien casó y compartió secta angelina; el activista cubano Julio Antonio Mella, por cuyo asesinato (mandato del dictador Machado) sufrió una farsa judicial; Edward Weston, su maestro de las formas, de la sensibilidad y el revelado; el estridentista Pepe Quintanilla, joven aristocrático que morirá tuberculoso; el fogoso Hernández Galván, general de la Revolución; Diego
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Trenzan mis manos Ocnos, bellísima edición Turner Itálica que compré a mis amigos argentinos del Centro de Arte Moderno mientras, bajo el populoso Museo del Escritor, hacían vida subterránea mis Andarines de su órbita. Luis Cernuda abre su lírica esencial, intransigente (del "cernido más fino" diría su maestro Salinas), y un dolor antiguo respira en cada herida. "Sin Ítaca que aguarde y sin Penélope", así quemó sus barcas este peregrino de guerra que arribó, desde Mount Holyoke (el nocturno yanqui de Massachusetts), a Ciudad de México para nunca más volver. Progresivamente descreído del compromiso político, que no de sus ideales de justicia poético-social, se había prodigado en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, en la biblioteca y el museo ambulantes de Misiones Pedagógicas, en la milicia del batallón Alpino que peleó en el Guadarrama, en sus artículos para Octubre, y hasta dos años antes de morir, acabada una conferencia, abrazó a un veterano de la brigada Lincoln que pese a todo mantenía, recuérdalo tú, la fe en la causa: "Uno, uno tan sólo basta / como testigo irrefutable / de toda la nobleza humana."
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Simpatizo con el espectro de Juan Rulfo, su nombre en racimo o retahíla, sus antepasados caídos a la edad de Cristo y, como éste, asesinados: no en cruz sino por bala traicionera. Un Rulfo parco, de sonrisa timidona, que cuenta a Joaquín Soler Serrano (quien le entrevista para su programa A fondo) de su remota niñez en las calles torcidas de Apulco-Sayula, y de cómo la Cristiada de los 20 arruinó a los suyos: “rebelión estúpida” con aliento y munición matriarcales (mujeres adoctrinadas en las “palabras de otro hombre”: Manuel Delgado), con saqueos continuos tanto de cristeros como de federales, que le arrojó a la semicárcel del orfanato para niños ricos de Guadalajara donde aprendió a “deprimirse”. Estado en él consustancial, como su “pánico congénito a la multitud”. Contable y, mientras estudia literatura, agente de inmigración incapaz de capturar ilegales, vende neumáticos Goodrich por todo el país y avitualla tripulaciones de petroleros requisados a los que estallan las calderas. En sus cuentos empieza a revivir la “violencia de chispa retardada” que lleva el hombre, y más si resabiado de revolución. Asesinos por dentro con apariencia tranquila, personajes sin rostro, irracionales y contradictorios, envueltos en paisajes inencontrables si se les quiere retratar.
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Estamos en la patria transparente del peyote con que el yaqui Don Juan inició a Castaneda y del mortal veneno que el sapo alvarius instila a famosos, en un trip de solo ida, creyendo hallarle contravenenos a la heroína. La patria de la araña lobo, del alacrán, de la tarántula, la viuda negra o el coralillo, allá donde pocos, de entre las alucinadas columnas franco-belgas del emperador Maximiliano, escaparon a la violación, al degüelle, a la lanza. Patria imaginada o soñada por Bolaño, escritor salvaje que inventó de sana planta una huida azarosa del DF a lomos de Impala por aquellos ásperos nortes, no lejos de la duelista Tombstone, a partir de mapas subrayados y fotos chincheteadas, del prodigioso atlas de Montané.
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Pienso en los gestos gratuitos que se repiten con tozuda insistencia, en la obsesiva circularidad de los moti dell'anima, en los coscorrones ciegos de una vida sin propósito cuando vuelvo, años después, al DF claustrofóbico de El ángel exterminador, esa villa señorial plantada en la calle Providencia, colonia Del Valle Centro, cerrada a cal y canto con todo un sanedrín de empingorotados dentro. Un encierro inconcebible, altoburgués y decadente del que huyen, como del fuego, los que viven por sus manos, el llamado pueblo, no sea que le alcance algo de aquella desmigada y caediza humanidad. Cuarentena ésta del absurdo, extraña peste paralizante que atenaza a esas parejas endomingadas para una cena de gala tras un concierto, terminada la cual quedan atrapados no ya en la mansión sino en una de sus estancias, 7x7 metros y sin ventanas, increíble espacio menguante donde se ven constreñidos a hacer sus pactos, confidencias, sueños, inquinas, amores, necesidades.
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Y no valen soluciones masónicas, magia negra de plumas y patas de gallo, tedeum en sede catedralicia...; todo conduce sin remedio a un hastío moribundo, a una cadena perpetua sin aparente condena ni rematados culpables. Hasta que, seguro azar, una sonata para clavicémbalo del napolitano Paradisi abre con su clave el túnel para desmadejar el tiempo. Y vuelta a una nueva, bien que endeble normalidad.
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Alfonso Cuarón dice que soledad y cine van de la mano, y que su infancia tomó de ambos bebedizos. Por eso se remonta a esos años de autoafirmación y deslumbramiento, escarba en su memoria personal de clasemediero con nana mixteca y arma un monumento a su niñez y a la pérdida de la inocencia, la suya y la de México, sacudido por la matanza militar de Tlatelolco del 68 y su remate en puro escuadrismo fascista, el Halconazo del 71.
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