La afrenta deportiva
por Emi Mendoza
Como casi todos los días después del trabajo fui a correr al parque Bicentenario, donde mucha gente suele ir a hacer ejercicio. A medio kilómetro de haber iniciado mi carrera, noté a otro corredor delante de mí. Se encontraba a unos 50 metros y llevaba el mismo ritmo que yo. Ese atleta me sirvió de estímulo para realizar un “sprint desafiante”, una especie de aceleración transitoria que solemos hacer para incitar a otro corredor a competir, sin un acuerdo previo con él. Aceleré para darle alcance, pero de improviso, observé como el hombre se fue agachando hasta dejarse caer en el suelo. Me acerqué para tratar de ayudarlo a levantarse, pero estaba inconsciente. Se trataba de un hombre atlético de 65 años de edad. Un minuto más tarde, otro corredor llegó al lugar del incidente. Mientras me apresuraba a llamar a la emergencia con mi celular, el otro corredor tomaba la mano del desfallecido para sentirle el pulso. Yo me agité mucho cuando dijo que había muerto. Sentí un escalofrío recorrer por todo mi cuerpo. Me había impresionado tanto esa escena. Mientras esperábamos el socorro medico, me dispuse a avisar a sus familiares. Metí la mano en el bolsillo del difunto y saqué su identificación y su teléfono celular. Sintiendo el consenso del otro corredor digité el último número registrado. Una voz femenina contestó diciendo:
– Hola papá, ¿cómo estás?
Con la identificación del fallecido en la mano pregunté:
– ¿Usted conoce al señor Jorge Farías Gómez?
– ¿Cómo? ¿Quién habla? Sí… es mi papá. ¿Qué sucede?
– Le estoy hablando desde la pista de carreras del parque Bicentenario. Su padre ha tenido un malestar improviso, pienso que usted debería venir. La ambulancia está llegando.
Entre lágrimas de desesperación, la hija del accidentado dijo que acudiría de inmediato.
Atraídos por el accidente, otros corredores se paraban con la curiosidad de saber lo que estaba ocurriendo. La gente se empezaba a amontonar. Los dos corredores testigos esperamos la llegada de la ambulancia. Luego de explicar lo poco que habíamos visto a los paramédicos, yo decidí marcharme del lugar. También para mí había sido una conmoción violenta e imprevista que me estaba trastornando. Las náuseas me impidieron proseguir con la carrera de ese día. Esa noche la pasé muy mal, la impresión que me había dado ese accidente no me dejó dormir bien. Pensaba en el sufrimiento de la familia del accidentado y que podría haber sido yo a sufrir ese problema cardiaco.
Con la identificación del fallecido en la mano pregunté:
– ¿Usted conoce al señor Jorge Farías Gómez?
– ¿Cómo? ¿Quién habla? Sí… es mi papá. ¿Qué sucede?
– Le estoy hablando desde la pista de carreras del parque Bicentenario. Su padre ha tenido un malestar improviso, pienso que usted debería venir. La ambulancia está llegando.
Entre lágrimas de desesperación, la hija del accidentado dijo que acudiría de inmediato.
Atraídos por el accidente, otros corredores se paraban con la curiosidad de saber lo que estaba ocurriendo. La gente se empezaba a amontonar. Los dos corredores testigos esperamos la llegada de la ambulancia. Luego de explicar lo poco que habíamos visto a los paramédicos, yo decidí marcharme del lugar. También para mí había sido una conmoción violenta e imprevista que me estaba trastornando. Las náuseas me impidieron proseguir con la carrera de ese día. Esa noche la pasé muy mal, la impresión que me había dado ese accidente no me dejó dormir bien. Pensaba en el sufrimiento de la familia del accidentado y que podría haber sido yo a sufrir ese problema cardiaco.
Al día siguiente, antes de ir a mi acostumbrada sesión de entrenamiento, pasé a comprar un pequeño ramo de flores para depositar en el lugar de ese triste acontecimiento. Llegando al lugar del incidente me encontré con una agradable sorpresa. Al borde de la pista, donde había muerto el atleta Farías Gómez, alguien había puesto una cruz de madera. Junto a la cruz había un florero con agua conteniendo unas flores. Aprovechando de que todavía había espacio en ese jarrón, encajé también mis flores junto a las ya existentes. Después de hacer una plegaria, continué mi camino sintiendo que había hecho una buena obra recordando solemnemente a un colega corredor.
Al día siguiente, mientras realizaba mi rutina ‘maratoniana’, noté algo extraño en el lugar del incidente. Mis flores habían desaparecido del florero que estaba junto a la cruz. Al buscarlas, me di cuenta que estaban tiradas atrás de un pequeño arbusto un par de metros más alejado de la pista. Interpreté ese hecho como una provocación. ¿Por qué habían retirado mis flores si no estaban secas todavía? Ese ramillete era una manera de participar en el proceso de duelo que acompaña la “cicatriz emocional” de un doliente. Yo tenía el mismo derecho de evocar a la víctima ya que mi vida se había visto perturbada presenciando ese dramático episodio. Enojado, levanté mis flores y las acomodé de nuevo en el jarrón. Esa noche la pasé pensando en quién podría ser esa persona que me había hecho esa afrenta. ¿Su hija? O probablemente su esposa. Ella sentiría celos pensando que yo era otra mujer. Quien haya sido, presentaba una conducta compulsiva de sentirse con el derecho de ser la única persona a querer venerar a su ser querido.
Al día siguiente llegué a la pista, pero salté la sesión de calentamiento para dirigirme directamente al lugar de la cruz. Como lo presentía, mis flores no estaban en su lugar. Alguien las había tirado otra vez detrás del pequeño matorral. Me ofusqué. ¿Cómo se atrevía a retirar mis flores? Pensé en evocar de otra manera al difunto. Esta vez regresé con otro jarrón y lo puse con mis flores junto al ya existente. Proseguí mi camino con la curiosidad de saber cuál sería su reacción.
Los días siguientes se repitió ese agravio. El jarrón con mis flores apareció atrás del matorral. Lo volvía a poner y me lo volvía a tirar detrás de esa planta. Estaba convencido que se trataba de un desafío formalmente declarado. Furioso por esa injuria, compré otra cruz de madera y la enterré junto a la ya existente. Coloqué las flores frescas en el jarrón de mi propiedad junto a la nueva cruz. No había más pretextos, cada uno tenía su altarcito para recordar a nuestro atleta fallecido. Pero nada cambió. Esa persona no deseaba mi ofrenda. Desmantelaba todo lo que yo construía y dejaba solo lo de ella.
Exasperado empecé a hacer lo mismo. Quitaba la cruz y las flores de esa persona y las aventaba detrás de los matorrales dejando sólo lo mío. Pero al día siguiente se repetía la afrenta. Yo estaba muy molesto por la grosera actitud de ese familiar incógnito. Después de un mes de “quita y pon”, me dispuse a encarar a esa persona. Yo tenía los argumentos sólidos para justificar mi sentimiento favorable para venerar al deportista fallecido. Además, mi tributo no afectaba en lo más mínimo al otro. Tomé la decisión de investigar quién era esa persona que me tiraba mis flores o cualquier objeto que pusiera para recordar a ese desafortunado colega corredor.
Pedí varios días de vacaciones. Decidí que no regresaría ni a la oficina ni a correr hasta que no individuara al responsable de ese acto innoble. La noche anterior enterré otra vez la cruz y dejé varios objetos que identificaban mi presencia. Al día siguiente, de mañana temprano, me escondí atrás de unos arbustos. Llevaba bebida y víveres para sobrevivir todo el día. A mediodía se empezó a llenar la pista de corredores y por más que me ocultaba, algunos alcanzaban a verme escondido atrás de los arbustos cuando pasaban. Esto provocó inquietud entre los deportistas advirtiendo a la policía de que una persona sospechosa se escondía atrás de los matorrales. Cuando los guardias llegaron al lugar, no se dirigieron hacía mí, sino a otro arbusto que estaba del otro lado de la pista. Los policías sacaron detrás de ese matorral a un hombre que estaba escondido como yo. De inmediato pensé que se trataba de esa persona que esperaba que yo me retirara para desmantelar mi altar. Yo también salí de mi escondite para arreglar cuentas con él, pero los gendarmes nos arrestaron a los dos y nos llevaron a la delegación para interrogarnos. Ahí descubrí con gran asombro, que el hombre escondido era el corredor que fue testigo conmigo de la muerte de atleta Farías Gómez. Él era el dueño del otro altar. Después de aclarar nuestra situación, nos carcajeamos de lo ocurrido:
tanto él como yo pensamos que alguien nos hacía una afrenta. ¡Ja-Ja!
Al día siguiente, mientras realizaba mi rutina ‘maratoniana’, noté algo extraño en el lugar del incidente. Mis flores habían desaparecido del florero que estaba junto a la cruz. Al buscarlas, me di cuenta que estaban tiradas atrás de un pequeño arbusto un par de metros más alejado de la pista. Interpreté ese hecho como una provocación. ¿Por qué habían retirado mis flores si no estaban secas todavía? Ese ramillete era una manera de participar en el proceso de duelo que acompaña la “cicatriz emocional” de un doliente. Yo tenía el mismo derecho de evocar a la víctima ya que mi vida se había visto perturbada presenciando ese dramático episodio. Enojado, levanté mis flores y las acomodé de nuevo en el jarrón. Esa noche la pasé pensando en quién podría ser esa persona que me había hecho esa afrenta. ¿Su hija? O probablemente su esposa. Ella sentiría celos pensando que yo era otra mujer. Quien haya sido, presentaba una conducta compulsiva de sentirse con el derecho de ser la única persona a querer venerar a su ser querido.
Al día siguiente llegué a la pista, pero salté la sesión de calentamiento para dirigirme directamente al lugar de la cruz. Como lo presentía, mis flores no estaban en su lugar. Alguien las había tirado otra vez detrás del pequeño matorral. Me ofusqué. ¿Cómo se atrevía a retirar mis flores? Pensé en evocar de otra manera al difunto. Esta vez regresé con otro jarrón y lo puse con mis flores junto al ya existente. Proseguí mi camino con la curiosidad de saber cuál sería su reacción.
Los días siguientes se repitió ese agravio. El jarrón con mis flores apareció atrás del matorral. Lo volvía a poner y me lo volvía a tirar detrás de esa planta. Estaba convencido que se trataba de un desafío formalmente declarado. Furioso por esa injuria, compré otra cruz de madera y la enterré junto a la ya existente. Coloqué las flores frescas en el jarrón de mi propiedad junto a la nueva cruz. No había más pretextos, cada uno tenía su altarcito para recordar a nuestro atleta fallecido. Pero nada cambió. Esa persona no deseaba mi ofrenda. Desmantelaba todo lo que yo construía y dejaba solo lo de ella.
Exasperado empecé a hacer lo mismo. Quitaba la cruz y las flores de esa persona y las aventaba detrás de los matorrales dejando sólo lo mío. Pero al día siguiente se repetía la afrenta. Yo estaba muy molesto por la grosera actitud de ese familiar incógnito. Después de un mes de “quita y pon”, me dispuse a encarar a esa persona. Yo tenía los argumentos sólidos para justificar mi sentimiento favorable para venerar al deportista fallecido. Además, mi tributo no afectaba en lo más mínimo al otro. Tomé la decisión de investigar quién era esa persona que me tiraba mis flores o cualquier objeto que pusiera para recordar a ese desafortunado colega corredor.
Pedí varios días de vacaciones. Decidí que no regresaría ni a la oficina ni a correr hasta que no individuara al responsable de ese acto innoble. La noche anterior enterré otra vez la cruz y dejé varios objetos que identificaban mi presencia. Al día siguiente, de mañana temprano, me escondí atrás de unos arbustos. Llevaba bebida y víveres para sobrevivir todo el día. A mediodía se empezó a llenar la pista de corredores y por más que me ocultaba, algunos alcanzaban a verme escondido atrás de los arbustos cuando pasaban. Esto provocó inquietud entre los deportistas advirtiendo a la policía de que una persona sospechosa se escondía atrás de los matorrales. Cuando los guardias llegaron al lugar, no se dirigieron hacía mí, sino a otro arbusto que estaba del otro lado de la pista. Los policías sacaron detrás de ese matorral a un hombre que estaba escondido como yo. De inmediato pensé que se trataba de esa persona que esperaba que yo me retirara para desmantelar mi altar. Yo también salí de mi escondite para arreglar cuentas con él, pero los gendarmes nos arrestaron a los dos y nos llevaron a la delegación para interrogarnos. Ahí descubrí con gran asombro, que el hombre escondido era el corredor que fue testigo conmigo de la muerte de atleta Farías Gómez. Él era el dueño del otro altar. Después de aclarar nuestra situación, nos carcajeamos de lo ocurrido:
tanto él como yo pensamos que alguien nos hacía una afrenta. ¡Ja-Ja!