La visita de San Jorge
Autora: Liduvina Cervera
El Regalo
Sucedió una vez, hace muchos años, en un pequeño pueblo ubicado en el desierto, junto al río Yaqui. En un día soleado bajo la sombra de un árbol, se podía escuchar un suave respirar mezclado con el susurro del viento y el sonido de las hojas al chocar sacudidas por el aire. Al calor del intenso sol, soñaba una tierna niña, acunada en el tronco de un mezquite. De pronto, se pone de pie al notar que no está sola.
— Niña, ven aquí. Dice un soldado vestido con relucientes armaduras, en su cabeza lleva un casco con vistoso penacho de plumas, sobre su espalda una capa roja, en su mano derecha una gran cruz, en su cintura una espada y montado en blanco corcel. — ¿Quién es usted?— Pregunta la niña. — Me llamo Jorge. No temas y acompáñame. El hombre de rostro dulce y amable sonrió y la niña no tuvo miedo. Montó en el caballo que él le ofreció y lo siguió. Cabalgaron mucho rato atravesando el monte, dejando atrás los matorrales y los sahuaros. Iban en silencio, solo se escuchaba ocasionalmente el trino de algún gorrión, la niña de vez en cuando volvía la mirada hacia aquél extraño personaje, y al mirarlo, le parecía que el sol se posaba en su cabeza, enmarcando |
el casco con penacho, recordándole a los santos de las estampitas: llegaron a las faldas de un cerro e iniciaron el ascenso hasta donde estaba la entrada a una cueva, el soldado bajó de su caballo y se adentró en la cueva, la niña lo imitó. En la cueva, había una cruz blanca muy grande, dibujada en el piso, se detuvieron frente a ella y el hombre dijo.
—Momo, te voy a dar un regalo muy especial, pues fuiste elegida para recibirlo al cumplir los 7 años.
La niña sorprendida, pues no recordaba haberle dicho su nombre, no se preocupó por averiguar cómo lo supo, ya que pesaba más su interés por saber qué cosa era el regalo. El hombre la tomó de la mano y la guió al centro de la cruz. Cuando estuvieron parados ahí, la cruz se iluminó con una luz blanca tan intensa que cegó a Momo por un instante, al recuperar la vista ya no se encontraba en la cueva, ahora estaba en un lugar desconocido, en una antigua mezquita.
— ¿Dónde estoy?— Preguntó la niña con una voz tímida apenas audible a causa del asombro.
—Estamos en La lejana Jerusalén— dijo el soldado. —Ascenderás al cielo para recibir tu regalo--
La niña sintió que se elevaban en el aire dentro de un rayo de luz, percibía un olor a flores y escuchaba una linda música y campanas, pero la luz la cegaba de nuevo cuando una voz le dijo.
—Momo, te daré el Don de curar a los enfermos del cuerpo y del espíritu, pero no lo usarás hasta dentro de cinco años, mientras tanto, sé muy observadora de lo que te rodea, escucha con atención a la naturaleza. Las plantas te susurraran sus poderes curativos, sólo tú podrás escucharlas. Los animales te anunciaran los peligros, las buenas y las malas noticias. Sé respetuosa con el prójimo. Di siempre tus oraciones al amanecer y al anochecer y cuando sea necesario. Te encomiendo para que hagas un buen uso de este Don y que lleves paz y salud a las personas que acudan solicitando tu ayuda— La niña escuchó un zumbido fuerte.
— ¡Basta!, ¡basta!, me duelen los oídos— gritó Momo.
— ¡Despierta floja!, desde hace rato te estoy llamando— dijo su madre.
— ¿Qué?— Dijo Momo despertándose. — ¿Todo fue un sueño?— dijo y se levantó.
— Anda, la comida está servida, lávate las manos— le dijo su mamá.
La niña corrió detrás de su madre, sin saber, que dentro de unos años, su vida sería una bendición para mucha gente a la que le devolvería la salud del cuerpo y la tranquilidad espiritual.
La niña sorprendida, pues no recordaba haberle dicho su nombre, no se preocupó por averiguar cómo lo supo, ya que pesaba más su interés por saber qué cosa era el regalo. El hombre la tomó de la mano y la guió al centro de la cruz. Cuando estuvieron parados ahí, la cruz se iluminó con una luz blanca tan intensa que cegó a Momo por un instante, al recuperar la vista ya no se encontraba en la cueva, ahora estaba en un lugar desconocido, en una antigua mezquita.
— ¿Dónde estoy?— Preguntó la niña con una voz tímida apenas audible a causa del asombro.
—Estamos en La lejana Jerusalén— dijo el soldado. —Ascenderás al cielo para recibir tu regalo--
La niña sintió que se elevaban en el aire dentro de un rayo de luz, percibía un olor a flores y escuchaba una linda música y campanas, pero la luz la cegaba de nuevo cuando una voz le dijo.
—Momo, te daré el Don de curar a los enfermos del cuerpo y del espíritu, pero no lo usarás hasta dentro de cinco años, mientras tanto, sé muy observadora de lo que te rodea, escucha con atención a la naturaleza. Las plantas te susurraran sus poderes curativos, sólo tú podrás escucharlas. Los animales te anunciaran los peligros, las buenas y las malas noticias. Sé respetuosa con el prójimo. Di siempre tus oraciones al amanecer y al anochecer y cuando sea necesario. Te encomiendo para que hagas un buen uso de este Don y que lleves paz y salud a las personas que acudan solicitando tu ayuda— La niña escuchó un zumbido fuerte.
— ¡Basta!, ¡basta!, me duelen los oídos— gritó Momo.
— ¡Despierta floja!, desde hace rato te estoy llamando— dijo su madre.
— ¿Qué?— Dijo Momo despertándose. — ¿Todo fue un sueño?— dijo y se levantó.
— Anda, la comida está servida, lávate las manos— le dijo su mamá.
La niña corrió detrás de su madre, sin saber, que dentro de unos años, su vida sería una bendición para mucha gente a la que le devolvería la salud del cuerpo y la tranquilidad espiritual.
El cosmos Yaqui
Un día mientras Momo caminaba detrás de su madre, escuchó unas voces que llegaban con el viento. Entonces recordó el sueño y supo que era real, ella podía oír a las plantas y entender lo que decían. A medida de que escuchaba con más atención, reconoció las voces del orégano, del epazote, la verdolaga, la hierbabuena, también al cilantro, al perejil, la albahaca, la sábila y al palo fierro. La niña gratamente sorprendida y maravillada, solo para confirmar su descubrimiento, le preguntó a su madre.
—Mamá ¿escuchaste hablar a alguien?
—No, Momo, no escuche nada. << ¡Ay esta niña y sus cosas! >> pensó su madre.
La niña entendió que tenía una misión que realizaría durante toda su vida, y desde ese día, la niña se transformó. Se sentía con más vitalidad, más alegría, el saber la importancia de su misión, la hizo comprometerse y ocuparse en poner todo de su parte, para que todo saliera lo mejor posible y que su tribu se beneficiara al máximo. Momo se levantaba temprano para cumplir con sus obligaciones, ya que, como cualquier miembro de su familia, tenía una tarea asignada en los deberes del hogar, pero en cuanto terminaba, se encaminaba al monte. Sus ojos se posaban en el caminito que formaban las huellas sobre la tierra erosionada, por donde habían pasado las codornices en busca de alimento. A Momo le gustaba observar esos detalles, miraba a su alrededor con sus sentidos abiertos y alertas percibiendo el cosmos de la naturaleza. Le gustaba sentir sobre su cara al viento y distinguir los olores que arrastraba con él; también le encantaba que el sol tibio de la mañana bañara su piel morena. El cielo, las nubes, la tierra, los animales, todo era motivo de estudio para Momo. El aprendizaje de la niña aumentó día con día, paso a paso, como la gota constante que llena el vaso, así ella logró entender con bastante claridad, ese cosmos de la tribu yaqui, imperceptible para el hombre blanco y que solo el Yaqui puede intuir, las energías que guardan las plantas y la voz de los animales, las fuerzas que emanan de la tierra, de la luna “su madre” y el sol “su padre”. La tierra generosa que provee de frutos silvestres; abundan las choyas, las pitahayas, las pechitas, el guamúchil, los siviris, biznagas, tunas y granadas. Aquella niña de falda larga de color azul y su blusa blanca bordada de flores en vivos colores, iguales a los colores de los listones que adornaban sus trenzas, un rebozo amarrado a su cintura con las puntas hacia atrás y sus cómodos huaraches de tres puntadas; que abandonó su muñeca de trapo y que no se detenía al pasar entre los niños que alegres jugaban con sus carritos hechos con cactus secos de la pitahaya. Visitaba constantemente el monte, mientras crecía y adquiría nuevas habilidades, también recolectaba plantas medicinales para trasplantar en el patio de su casa, debajo del gran mezquite. Reunió mucha variedad de plantas que le serían útiles para curar enfermedades. Conocía estas plantas como a la palma de su mano; por sus hojas, su color, aroma, su tallo y hasta la raíz. Experimentaba combinaciones de hierbas y sus efectos curativos, lo mismo las mezclaba que machacaba o cocía, y también preparaba ungüentos para aliviar dolores musculares o picaduras de insectos. Su familia estaba sorprendida por la nueva actividad de Momo, pero como no hacía mal a nadie y se veían tan bonitas sus plantas, le permitieron hacer de su patio un hermoso jardín botánico y desde luego, no se había olvidado de rezar al amanecer y al anochecer. Era curioso verla en su tierna edad, mostrar devoción por tantos santos, juntaba sus manos y empezaba la letanía con: Nuestro Señor Jesucristo, La Santísima Trinidad, La Divina Providencia, San Juan Bautista, San Miguel Arcángel, Santo Niño de Atocha, y al Espíritu Santo. Momo guardaba fresca en su memoria la imagen del soldado que la llevó a la lejana Jerusalén, por eso lo reconoció en una estampita como a San Jorge, pero no le contó a nadie lo que había vivido por temor a que no le creyeran, así transcurrió el tiempo, en los que Momo aprendió mucho sobre medicina natural pero no solo eso, ella también desarrolló un sexto sentido, en algunos cultos le dicen el tercer ojo, que le permitía ver las energías luminosas o cuerpos electromagnéticos que rodean a todos los seres vivos. Ella pudo percibir el aura de la gente y obtener información de la salud física y emocional que presentaba la persona, también distinguía colores en esas energías y los interpretaba para saber exactamente lo que necesitaba el enfermo, Momo ya tenía doce años y dominaba el manejo de las energías, podía saber que parte del cuerpo estaba enfermo o que mal de envidias adolecía, también sabía quién ocasionaba ese mal; ella curaría el cuerpo con sus hierbas, sus pócimas, sus ungüentos, pero los males del espíritu, esos los curaría con la imposición de sus manos y sus rezos, y para completar sus capacidades Momo logró entender los mensajes que le traían los animales, especialmente las aves; ella entendía al águila, la lechuza, el cuervo, al zopilote, al gorrión, a la golondrina, cualquier cambio en el comportamiento normal de la fauna le anunciaba lo que iba a pasar y aunque todavía no lo sabía, Momo sacaría vidrios, clavos o agujas del cuerpo de sus pacientes que sufrieran de algún mal puesto. Esa niña que sacrificó sus recreos por su instrucción, ahora ya estaba lista y pronto se le presentaría su primera oportunidad de curar a su primer paciente externo a su familia.
—Mamá ¿escuchaste hablar a alguien?
—No, Momo, no escuche nada. << ¡Ay esta niña y sus cosas! >> pensó su madre.
La niña entendió que tenía una misión que realizaría durante toda su vida, y desde ese día, la niña se transformó. Se sentía con más vitalidad, más alegría, el saber la importancia de su misión, la hizo comprometerse y ocuparse en poner todo de su parte, para que todo saliera lo mejor posible y que su tribu se beneficiara al máximo. Momo se levantaba temprano para cumplir con sus obligaciones, ya que, como cualquier miembro de su familia, tenía una tarea asignada en los deberes del hogar, pero en cuanto terminaba, se encaminaba al monte. Sus ojos se posaban en el caminito que formaban las huellas sobre la tierra erosionada, por donde habían pasado las codornices en busca de alimento. A Momo le gustaba observar esos detalles, miraba a su alrededor con sus sentidos abiertos y alertas percibiendo el cosmos de la naturaleza. Le gustaba sentir sobre su cara al viento y distinguir los olores que arrastraba con él; también le encantaba que el sol tibio de la mañana bañara su piel morena. El cielo, las nubes, la tierra, los animales, todo era motivo de estudio para Momo. El aprendizaje de la niña aumentó día con día, paso a paso, como la gota constante que llena el vaso, así ella logró entender con bastante claridad, ese cosmos de la tribu yaqui, imperceptible para el hombre blanco y que solo el Yaqui puede intuir, las energías que guardan las plantas y la voz de los animales, las fuerzas que emanan de la tierra, de la luna “su madre” y el sol “su padre”. La tierra generosa que provee de frutos silvestres; abundan las choyas, las pitahayas, las pechitas, el guamúchil, los siviris, biznagas, tunas y granadas. Aquella niña de falda larga de color azul y su blusa blanca bordada de flores en vivos colores, iguales a los colores de los listones que adornaban sus trenzas, un rebozo amarrado a su cintura con las puntas hacia atrás y sus cómodos huaraches de tres puntadas; que abandonó su muñeca de trapo y que no se detenía al pasar entre los niños que alegres jugaban con sus carritos hechos con cactus secos de la pitahaya. Visitaba constantemente el monte, mientras crecía y adquiría nuevas habilidades, también recolectaba plantas medicinales para trasplantar en el patio de su casa, debajo del gran mezquite. Reunió mucha variedad de plantas que le serían útiles para curar enfermedades. Conocía estas plantas como a la palma de su mano; por sus hojas, su color, aroma, su tallo y hasta la raíz. Experimentaba combinaciones de hierbas y sus efectos curativos, lo mismo las mezclaba que machacaba o cocía, y también preparaba ungüentos para aliviar dolores musculares o picaduras de insectos. Su familia estaba sorprendida por la nueva actividad de Momo, pero como no hacía mal a nadie y se veían tan bonitas sus plantas, le permitieron hacer de su patio un hermoso jardín botánico y desde luego, no se había olvidado de rezar al amanecer y al anochecer. Era curioso verla en su tierna edad, mostrar devoción por tantos santos, juntaba sus manos y empezaba la letanía con: Nuestro Señor Jesucristo, La Santísima Trinidad, La Divina Providencia, San Juan Bautista, San Miguel Arcángel, Santo Niño de Atocha, y al Espíritu Santo. Momo guardaba fresca en su memoria la imagen del soldado que la llevó a la lejana Jerusalén, por eso lo reconoció en una estampita como a San Jorge, pero no le contó a nadie lo que había vivido por temor a que no le creyeran, así transcurrió el tiempo, en los que Momo aprendió mucho sobre medicina natural pero no solo eso, ella también desarrolló un sexto sentido, en algunos cultos le dicen el tercer ojo, que le permitía ver las energías luminosas o cuerpos electromagnéticos que rodean a todos los seres vivos. Ella pudo percibir el aura de la gente y obtener información de la salud física y emocional que presentaba la persona, también distinguía colores en esas energías y los interpretaba para saber exactamente lo que necesitaba el enfermo, Momo ya tenía doce años y dominaba el manejo de las energías, podía saber que parte del cuerpo estaba enfermo o que mal de envidias adolecía, también sabía quién ocasionaba ese mal; ella curaría el cuerpo con sus hierbas, sus pócimas, sus ungüentos, pero los males del espíritu, esos los curaría con la imposición de sus manos y sus rezos, y para completar sus capacidades Momo logró entender los mensajes que le traían los animales, especialmente las aves; ella entendía al águila, la lechuza, el cuervo, al zopilote, al gorrión, a la golondrina, cualquier cambio en el comportamiento normal de la fauna le anunciaba lo que iba a pasar y aunque todavía no lo sabía, Momo sacaría vidrios, clavos o agujas del cuerpo de sus pacientes que sufrieran de algún mal puesto. Esa niña que sacrificó sus recreos por su instrucción, ahora ya estaba lista y pronto se le presentaría su primera oportunidad de curar a su primer paciente externo a su familia.
Imposición de manos
Juana era una madre primeriza de una bebé de apenas dos años de edad de nombre Guadalupe, Juana no sabía por qué Lupita, así le decía de cariño a la niña, lloraba tanto.
— Juana préstame a la niña.
— Toma Momo, a ver si tú puedes callarla.
Momo se frotó sus suaves y cálidas manos y le sobó el oído a Lupita mientras rezaba a todos sus santos: la niña se tranquilizó y el llanto cesó; el dolor se había ido.
— ¡Gracias! Momo ¿cómo lograste calmarla? ¿Por qué lloraba?
— A Lupita le dolía el oído. Pero yo no la curé, fue Dios.
Juana muy sorprendida, le platicó a todas las vecinas lo que había pasado y a su vez estas vecinas a sus vecinas hasta que todo el pueblo se enteró, entonces al día siguiente, Antonia Luna se encaminó a la casa de Momo.
Era una linda mañana, el viento fresco que venía de las montañas mecía las hojas de los árboles, las plantas del jardín desprendían exquisito aroma. Los nítidos rayos de sol invadieron el lugar, embelleciendo el pequeño mundo de Momo, el canto de las aves alegraron el ambiente, ese ambiente tan tranquilo y lleno de paz. Momo estaba cuidando el jardín, movía la tierra, podaba y regaba las plantas, las cuidaba como una madre cuida a sus hijos, en eso estaba, cuando llegó Antonia.
— Hola, Momo, ¿qué haces? — saludó Antonia.
—Hola, estoy regando mis plantas— respondió Momo y le ofreció un canasto con pitahayas que había cortado muy temprano esa mañana. — ¿Quieres una?, están dulcísimas--
Antonia miró las pitahayas, no podía resistirse a ese exquisito manjar, tomó una y saboreó la dulce y suave pulpa de color rojo carmesí de la fruta. Agradeció el gesto, y le dijo
—Momo, sé que curaste a Lupita de un dolor de oído y que antes curaste a tus hermanos de alguna enfermedad del estómago, a tu madre y padre de algún dolor de cabeza, por eso, creo que tu medicina es buena y vengo a preguntarte si puedes curarme a mí.
Al llegar Antonia, Momo había visto su aura, así que ya sabía lo que la estaba enfermando, sin embargo le preguntó.
— ¿De qué estas enferma Antonia?— dijo Momo.
— Pues no sé, pero ya hace tiempo que nomás no tengo fuerzas y todo el día me siento cansada… ¡ah! y me duele la espalda como si cargara un costal de papas. Todo me sale mal, que si la comida está muy salada, que si las tortillas se me quemaron y ni siquiera puedo bordar por que los hilos se me hacen nudos.
— Bueno vamos adentro— dijo Momo, con una sonrisa dulce y una mirada tranquilizadora, apuntando hacia un cuarto hecho de carrizo y adobe, con piso de tierra y techado con ramas de álamo, que estaba separado del resto de la casa, y hacia allá se dirigieron. Ya en el interior, Antonia no podía dejar de admirar el ejército de santos que tenía Momo: un cristo grande de madera en una de las paredes y a los pies, una mesa con mantel blanco y sobre ésta muchas estatuillas de sus santos, un jarrón con flores y algunas veladoras, dispersos en las paredes de los costados había un cuadro de la virgen María adornada con una guirnalda de flores, hechas con papel, en colores azul, blanco y rosa, una foto de Momo y algunos almanaques con imágenes de santos. Tocando con sus manos el rosario que llevaba al cuello, dijo Momo acercando una silla.
— Siéntate aquí Antonia— Momo frotó sus manos, mientras rezaba, y las puso en la cabeza de Antonia, las deslizó hacia la nuca, luego hacia los hombros para terminar en la espalda, masajeando y palpando, Momo sacó un clavo viejo y oxidado de entre la carne de Antonia, y se lo mostró diciendo.
— Este clavo es un mal que te hicieron por envidia, este mal te lo puso una mujer de la misma sangre de tu hombre; te puedo decir quién es, si tú quieres.
Antonia, asustada, miró con asombro el clavo, le parecía increíble que saliera de su carne, pero sorprendentemente aliviada respondió.
— Mejor no quiero saber, solo dime que debo hacer para evitar ese mal.
— Encomiéndate a: Nuestro Señor Jesucristo, a La Santísima Trinidad, a La Divina Providencia, al Espíritu Santo y perdona a la persona que te hizo el mal, también reza por ella, para que su alma se libre de malos sentimientos. Ya restauré tu energía y quedó bajo protección.
Antonia dio las gracias antes de despedirse, Momo regresó al jardín, sin imaginar lo que el destino le tenía deparado.
— Juana préstame a la niña.
— Toma Momo, a ver si tú puedes callarla.
Momo se frotó sus suaves y cálidas manos y le sobó el oído a Lupita mientras rezaba a todos sus santos: la niña se tranquilizó y el llanto cesó; el dolor se había ido.
— ¡Gracias! Momo ¿cómo lograste calmarla? ¿Por qué lloraba?
— A Lupita le dolía el oído. Pero yo no la curé, fue Dios.
Juana muy sorprendida, le platicó a todas las vecinas lo que había pasado y a su vez estas vecinas a sus vecinas hasta que todo el pueblo se enteró, entonces al día siguiente, Antonia Luna se encaminó a la casa de Momo.
Era una linda mañana, el viento fresco que venía de las montañas mecía las hojas de los árboles, las plantas del jardín desprendían exquisito aroma. Los nítidos rayos de sol invadieron el lugar, embelleciendo el pequeño mundo de Momo, el canto de las aves alegraron el ambiente, ese ambiente tan tranquilo y lleno de paz. Momo estaba cuidando el jardín, movía la tierra, podaba y regaba las plantas, las cuidaba como una madre cuida a sus hijos, en eso estaba, cuando llegó Antonia.
— Hola, Momo, ¿qué haces? — saludó Antonia.
—Hola, estoy regando mis plantas— respondió Momo y le ofreció un canasto con pitahayas que había cortado muy temprano esa mañana. — ¿Quieres una?, están dulcísimas--
Antonia miró las pitahayas, no podía resistirse a ese exquisito manjar, tomó una y saboreó la dulce y suave pulpa de color rojo carmesí de la fruta. Agradeció el gesto, y le dijo
—Momo, sé que curaste a Lupita de un dolor de oído y que antes curaste a tus hermanos de alguna enfermedad del estómago, a tu madre y padre de algún dolor de cabeza, por eso, creo que tu medicina es buena y vengo a preguntarte si puedes curarme a mí.
Al llegar Antonia, Momo había visto su aura, así que ya sabía lo que la estaba enfermando, sin embargo le preguntó.
— ¿De qué estas enferma Antonia?— dijo Momo.
— Pues no sé, pero ya hace tiempo que nomás no tengo fuerzas y todo el día me siento cansada… ¡ah! y me duele la espalda como si cargara un costal de papas. Todo me sale mal, que si la comida está muy salada, que si las tortillas se me quemaron y ni siquiera puedo bordar por que los hilos se me hacen nudos.
— Bueno vamos adentro— dijo Momo, con una sonrisa dulce y una mirada tranquilizadora, apuntando hacia un cuarto hecho de carrizo y adobe, con piso de tierra y techado con ramas de álamo, que estaba separado del resto de la casa, y hacia allá se dirigieron. Ya en el interior, Antonia no podía dejar de admirar el ejército de santos que tenía Momo: un cristo grande de madera en una de las paredes y a los pies, una mesa con mantel blanco y sobre ésta muchas estatuillas de sus santos, un jarrón con flores y algunas veladoras, dispersos en las paredes de los costados había un cuadro de la virgen María adornada con una guirnalda de flores, hechas con papel, en colores azul, blanco y rosa, una foto de Momo y algunos almanaques con imágenes de santos. Tocando con sus manos el rosario que llevaba al cuello, dijo Momo acercando una silla.
— Siéntate aquí Antonia— Momo frotó sus manos, mientras rezaba, y las puso en la cabeza de Antonia, las deslizó hacia la nuca, luego hacia los hombros para terminar en la espalda, masajeando y palpando, Momo sacó un clavo viejo y oxidado de entre la carne de Antonia, y se lo mostró diciendo.
— Este clavo es un mal que te hicieron por envidia, este mal te lo puso una mujer de la misma sangre de tu hombre; te puedo decir quién es, si tú quieres.
Antonia, asustada, miró con asombro el clavo, le parecía increíble que saliera de su carne, pero sorprendentemente aliviada respondió.
— Mejor no quiero saber, solo dime que debo hacer para evitar ese mal.
— Encomiéndate a: Nuestro Señor Jesucristo, a La Santísima Trinidad, a La Divina Providencia, al Espíritu Santo y perdona a la persona que te hizo el mal, también reza por ella, para que su alma se libre de malos sentimientos. Ya restauré tu energía y quedó bajo protección.
Antonia dio las gracias antes de despedirse, Momo regresó al jardín, sin imaginar lo que el destino le tenía deparado.
Bebeje’-eri
En la noche, Momo se acostó temprano, satisfecha por haber ayudado a Antonia. Era una noche estrellada, Momo admiraba las constelaciones desde su ventana y disfrutaba los acordes del arpa y el violín que tocaban a lo lejos, un grupo de hombres de la tribu, más tarde sólo se escuchaba el retumbar de tambores, seguramente practicaban la danza del coyote.
El sol brillaba en lo más alto, justo a la mitad del día. Momo, asoleada, empezó a sentir tanto sueño que le costaba trabajo mantenerse despierta, pero siguió caminando por el monte buscando plantas, estaba tan encandilada que no podía distinguirlas, así que decidió pararse a descansar bajo la sombra de lo que creyó era un mezquite. En realidad se trataba de un árbol del jito, de haberlo reconocido, por nada del mundo lo elegiría para descansar, ya que la leyenda cuenta que el jito es de la misma clase que el árbol donde se colgó Judas Iscariote, y que por eso, quedó maldito y desde entonces, ocurren cosas inexplicables bajo sus ramas. De pronto Momo escucho una voz que provenía del suelo, era una hormiga, Momo se inclinó para escucharla mejor.
— Momo— dijo la hormiga, y continuó — Tu vida corre grave peligro, el bebeje’-eri quiere destruirte.
— ¿Quién eres, acaso eres un Surem?— Preguntó la niña, — ¿Eres un mago?— insistió.
La hormiga mágicamente aumento su tamaño hasta quedar a la altura de Momo, facilitando la conversación entre ambos y su voz se volvió más grave y se escuchó como con un eco, cuando contestó.
— Sí, soy tu antepasado y he venido para advertirte del gran peligro en que te encuentras, pero también debo decirte que tú puedes vencer al maligno. Mantente firme en tu fe, por nada la pierdas, y no olvides que tienes una misión que te fue encomendada por Dios, en tu memoria existen elementos que te darán fuerzas y te guiarán en la batalla con el mal.
Momo estaba muda, impresionada por la apariencia de la hormiga, esa pequeña cabeza con ojos enormes, el tórax grande, seis largas patas peludas y las dos antenas de su cabeza que se movían cada vez que la hormiga hablaba. En verdad estaba asustada. Podía escuchar los latidos de su propio corazón y miraba para todos lados, como buscando ayuda. El Surem notó el temor de la niña y dijo.
— No tengas miedo de mí, soy tu aliado y puedo tomar la apariencia de una hormiga, un águila, un jaguar, un saltamontes, una liebre o cualquier otro animal y también te ayudaré cuando lo necesites, no lo olvides— la hormiga se hizo cada vez más pequeña hasta desaparecer.
Momo apenas pudo reaccionar, respiró hondo y repasó en su mente la información que acababa de recibir, tratando de no olvidar ningún detalle. Aún no comprendía todo lo que le estaba pasando, sentía que desde que salió temprano de su casa hasta ese momento, había transcurrido una eternidad, todavía sumida en sus pensamientos, trataba de organizar sus ideas cuando, de improviso, se presentó un hombre muy bien vestido, su pantalón perfectamente planchado, camisa a cuadros, bien fajada, su paliacate rojo en el cuello, sombrero de palma y calzaba huaraches nuevos. Al observar aquella figura, Momo sintió como se le erizaban los vellos del cuerpo, al notar la energía tan negra y negativa que emanaba de aquel personaje, la maldad que despedía era tan grande que la niña casi podía tocarla. El hombre de negra y fría mirada dijo.
— Momo, sé quién eres y qué haces— hizo una pausa y continuó— Todos estos años te he observado y he visto lo que has aprendido. Conozco el poder que tienes para curar, pero déjame decirte que no te han hablado con la verdad completa; no te han dicho que tu vida no te pertenece, porque pertenece a los demás, a los enfermos, y que sacrificarás tu futuro en pos de tu misión, lo que significa que no saldrás nunca de tu territorio, no conocerás otros lugares, otras formas de vida— y luego preguntó— ¿Qué piensas al respecto?
— Ofrezco con amor y devoción mi sacrificio a Dios — respondió Momo con seguridad y sinceridad.
Evidentemente contrariado el hombre dijo a continuación.
— Tampoco se te permite cobrar por tus servicios, vivirás pobre y sin comodidades, pero yo te propongo un plan para que amases una gran fortuna y reconocimiento a cambio de servirme a mí.
— El plan de Dios es el plan perfecto para mí — dijo la niña sin titubear.
El hombre sin demostrar el coraje que lo invadía, dijo.
— Puedo duplicar tu poder y no tendrás enemigo que te supere si vienes a mi lado— el hombre la miró con un brillo perverso en los ojos, como midiendo la respuesta que le daría Momo.
— El poder de mi fe me basta, los enemigos del Señor son mis únicos enemigos— le contestó Momo.
— ¡Suficiente!— gritó el hombre, con tan fuerte estruendo que cimbró la tierra, descubriendo su verdadera personalidad, el maligno ser, haciendo retorcidas muecas y arrojando maldiciones a Momo, le dijo.
— Por necia morirás en este lugar— y en un chasquido de dedos la envió a un temido e inhóspito lugar llamado Salsipuedes, entonces se convirtió en una serpiente de cascabel y mordió la pierna de Momo.
La niña sintió un horrible dolor; miró dos puntitos rojos de sangre en su pierna y pensó en lo venenosa que es la mordedura de esa serpiente, pero también se dio cuenta de que estaba atrapada en un lugar del que era muy difícil salir, ya que no había modo de orientarse y podría dar vueltas y vueltas por el mismo camino sin lograr encontrar la salida, además, la tierra suelta se levantaba con el mínimo viento impidiendo toda visibilidad. Momo sabía que tenía que salir de ahí, para atender la mordida de la serpiente antes de que fuera demasiado tarde. Debilitada por el hambre, la sed y el cansancio, la niña no sabía qué hacer, sabía que si caminaba, el veneno de la serpiente viajaría más rápido por el torrente sanguíneo y podría morir, pero si no salía de ahí, no la encontrarían y moriría de igual modo. Momo empezó a rezar y a pedir a Dios, su padre celestial, que le mostrara el camino; y en ese momento pudo ver, en un punto del camino, una capa roja que avanzaba en una dirección; la siguió pues reconoció la capa de San Jorge, << ¡Gracias Padre celestial! >>pensó. No había avanzado mucho cuando un remolino levantó el polvo tan alto que perdió de vista la capa; volvió a buscar con la mirada otra señal que la guiara. Tenía que encontrar la salida pronto, pues el veneno de la mordida estaba haciendo efecto, empezó a sentirse mareada, el sudor perlaba su frente y sufría temperatura alta, pero no perdió la fe y siguió rezando, fue entonces que miró a una liebre que avanzaba lento, como mostrándole el camino; Momo la siguió, recordando al Surem, y esta vez, dijo en voz alta.
— ¡Virgen María cúbreme con tu manto!— en ese momento, el remolino se esfumó y la tierra se aplacó, lo que permitió a Momo seguir a la liebre y salir del Salsipuedes. Momo respiró el aire limpio de polvo y dio gracias a todos sus santos, de pronto sintió que alguien la sacudía por la espalda…
— ¡Momo!, ¡Momo!, despierta jovencita— dijo la voz desesperada de su madre y continuó — ¿No sabes lo peligroso que es dormir bajo la sombra de un jito? Los espíritus que viven en la copa del árbol te hacen perder la razón, no sabes lo…
Su madre seguía regañándola pero Momo ya no escuchaba, se daba cuenta que de nuevo todo había pasado en un sueño pero que el peligro fue real, aunque la mordida desapareció, recordaba el dolor y sus efectos. Volvió a escuchar a su madre que seguía renegando.
— No puedo comprender como una jovencita tan inteligente, cometa estas imprudencias.
— Perdón mamá, te prometo que ya no dormiré en el monte— dijo Momo y caminó junto a su madre para regresar a casa. Mientras pensaba.
<<Gané esta batalla, pero aprendí que tanto el bien como el mal habitan dentro de cada ser, por lo tanto la lucha es con uno mismo, depende de nuestra voluntad, decidir lo correcto y esta batalla nunca termina…>>>
Autora: Liduvina Cervera
El sol brillaba en lo más alto, justo a la mitad del día. Momo, asoleada, empezó a sentir tanto sueño que le costaba trabajo mantenerse despierta, pero siguió caminando por el monte buscando plantas, estaba tan encandilada que no podía distinguirlas, así que decidió pararse a descansar bajo la sombra de lo que creyó era un mezquite. En realidad se trataba de un árbol del jito, de haberlo reconocido, por nada del mundo lo elegiría para descansar, ya que la leyenda cuenta que el jito es de la misma clase que el árbol donde se colgó Judas Iscariote, y que por eso, quedó maldito y desde entonces, ocurren cosas inexplicables bajo sus ramas. De pronto Momo escucho una voz que provenía del suelo, era una hormiga, Momo se inclinó para escucharla mejor.
— Momo— dijo la hormiga, y continuó — Tu vida corre grave peligro, el bebeje’-eri quiere destruirte.
— ¿Quién eres, acaso eres un Surem?— Preguntó la niña, — ¿Eres un mago?— insistió.
La hormiga mágicamente aumento su tamaño hasta quedar a la altura de Momo, facilitando la conversación entre ambos y su voz se volvió más grave y se escuchó como con un eco, cuando contestó.
— Sí, soy tu antepasado y he venido para advertirte del gran peligro en que te encuentras, pero también debo decirte que tú puedes vencer al maligno. Mantente firme en tu fe, por nada la pierdas, y no olvides que tienes una misión que te fue encomendada por Dios, en tu memoria existen elementos que te darán fuerzas y te guiarán en la batalla con el mal.
Momo estaba muda, impresionada por la apariencia de la hormiga, esa pequeña cabeza con ojos enormes, el tórax grande, seis largas patas peludas y las dos antenas de su cabeza que se movían cada vez que la hormiga hablaba. En verdad estaba asustada. Podía escuchar los latidos de su propio corazón y miraba para todos lados, como buscando ayuda. El Surem notó el temor de la niña y dijo.
— No tengas miedo de mí, soy tu aliado y puedo tomar la apariencia de una hormiga, un águila, un jaguar, un saltamontes, una liebre o cualquier otro animal y también te ayudaré cuando lo necesites, no lo olvides— la hormiga se hizo cada vez más pequeña hasta desaparecer.
Momo apenas pudo reaccionar, respiró hondo y repasó en su mente la información que acababa de recibir, tratando de no olvidar ningún detalle. Aún no comprendía todo lo que le estaba pasando, sentía que desde que salió temprano de su casa hasta ese momento, había transcurrido una eternidad, todavía sumida en sus pensamientos, trataba de organizar sus ideas cuando, de improviso, se presentó un hombre muy bien vestido, su pantalón perfectamente planchado, camisa a cuadros, bien fajada, su paliacate rojo en el cuello, sombrero de palma y calzaba huaraches nuevos. Al observar aquella figura, Momo sintió como se le erizaban los vellos del cuerpo, al notar la energía tan negra y negativa que emanaba de aquel personaje, la maldad que despedía era tan grande que la niña casi podía tocarla. El hombre de negra y fría mirada dijo.
— Momo, sé quién eres y qué haces— hizo una pausa y continuó— Todos estos años te he observado y he visto lo que has aprendido. Conozco el poder que tienes para curar, pero déjame decirte que no te han hablado con la verdad completa; no te han dicho que tu vida no te pertenece, porque pertenece a los demás, a los enfermos, y que sacrificarás tu futuro en pos de tu misión, lo que significa que no saldrás nunca de tu territorio, no conocerás otros lugares, otras formas de vida— y luego preguntó— ¿Qué piensas al respecto?
— Ofrezco con amor y devoción mi sacrificio a Dios — respondió Momo con seguridad y sinceridad.
Evidentemente contrariado el hombre dijo a continuación.
— Tampoco se te permite cobrar por tus servicios, vivirás pobre y sin comodidades, pero yo te propongo un plan para que amases una gran fortuna y reconocimiento a cambio de servirme a mí.
— El plan de Dios es el plan perfecto para mí — dijo la niña sin titubear.
El hombre sin demostrar el coraje que lo invadía, dijo.
— Puedo duplicar tu poder y no tendrás enemigo que te supere si vienes a mi lado— el hombre la miró con un brillo perverso en los ojos, como midiendo la respuesta que le daría Momo.
— El poder de mi fe me basta, los enemigos del Señor son mis únicos enemigos— le contestó Momo.
— ¡Suficiente!— gritó el hombre, con tan fuerte estruendo que cimbró la tierra, descubriendo su verdadera personalidad, el maligno ser, haciendo retorcidas muecas y arrojando maldiciones a Momo, le dijo.
— Por necia morirás en este lugar— y en un chasquido de dedos la envió a un temido e inhóspito lugar llamado Salsipuedes, entonces se convirtió en una serpiente de cascabel y mordió la pierna de Momo.
La niña sintió un horrible dolor; miró dos puntitos rojos de sangre en su pierna y pensó en lo venenosa que es la mordedura de esa serpiente, pero también se dio cuenta de que estaba atrapada en un lugar del que era muy difícil salir, ya que no había modo de orientarse y podría dar vueltas y vueltas por el mismo camino sin lograr encontrar la salida, además, la tierra suelta se levantaba con el mínimo viento impidiendo toda visibilidad. Momo sabía que tenía que salir de ahí, para atender la mordida de la serpiente antes de que fuera demasiado tarde. Debilitada por el hambre, la sed y el cansancio, la niña no sabía qué hacer, sabía que si caminaba, el veneno de la serpiente viajaría más rápido por el torrente sanguíneo y podría morir, pero si no salía de ahí, no la encontrarían y moriría de igual modo. Momo empezó a rezar y a pedir a Dios, su padre celestial, que le mostrara el camino; y en ese momento pudo ver, en un punto del camino, una capa roja que avanzaba en una dirección; la siguió pues reconoció la capa de San Jorge, << ¡Gracias Padre celestial! >>pensó. No había avanzado mucho cuando un remolino levantó el polvo tan alto que perdió de vista la capa; volvió a buscar con la mirada otra señal que la guiara. Tenía que encontrar la salida pronto, pues el veneno de la mordida estaba haciendo efecto, empezó a sentirse mareada, el sudor perlaba su frente y sufría temperatura alta, pero no perdió la fe y siguió rezando, fue entonces que miró a una liebre que avanzaba lento, como mostrándole el camino; Momo la siguió, recordando al Surem, y esta vez, dijo en voz alta.
— ¡Virgen María cúbreme con tu manto!— en ese momento, el remolino se esfumó y la tierra se aplacó, lo que permitió a Momo seguir a la liebre y salir del Salsipuedes. Momo respiró el aire limpio de polvo y dio gracias a todos sus santos, de pronto sintió que alguien la sacudía por la espalda…
— ¡Momo!, ¡Momo!, despierta jovencita— dijo la voz desesperada de su madre y continuó — ¿No sabes lo peligroso que es dormir bajo la sombra de un jito? Los espíritus que viven en la copa del árbol te hacen perder la razón, no sabes lo…
Su madre seguía regañándola pero Momo ya no escuchaba, se daba cuenta que de nuevo todo había pasado en un sueño pero que el peligro fue real, aunque la mordida desapareció, recordaba el dolor y sus efectos. Volvió a escuchar a su madre que seguía renegando.
— No puedo comprender como una jovencita tan inteligente, cometa estas imprudencias.
— Perdón mamá, te prometo que ya no dormiré en el monte— dijo Momo y caminó junto a su madre para regresar a casa. Mientras pensaba.
<<Gané esta batalla, pero aprendí que tanto el bien como el mal habitan dentro de cada ser, por lo tanto la lucha es con uno mismo, depende de nuestra voluntad, decidir lo correcto y esta batalla nunca termina…>>>
Autora: Liduvina Cervera