Doña Pina, de los Alpes a los Andes (tercera parte)
Por Patricia Gutiérrez Pesce
El brillo y la frescura de aquella mañana de primavera de aquel noviembre de 1919 se reflejaron perdurando durante poco más de 22 años y alegraron la vida de mi abuela desde su llegada al Puerto del Callao. La resplandeciente atmosfera que se creó en su vida se volvió inesperadamente oscura y triste, como si se hubiera desatado una tormenta con rayos dentro de la casa la noche que le comunicaron que su alma gemela, Paolo, no regresaría más al hogar. La súbita muerte de mi abuelo dejó perplejos y casi sin respiro a todos, ya que nadie se podía imaginar que un hombre tan fuerte y tan activo pudiera morir a tan sólo 55 años. Su ausencia creó vacío y desconcierto enorme en la familia y en el vecindario.
Si bien mi abuelo nunca hizo faltar nada a la familia, no eran ricos y no contaban con muchos ahorros como para poder afrontar por mucho tiempo los gastos familiares con los que corrían en esos momentos. Su hijo Paolo apenas estaba en la mitad de su carrera y su otro hijo René acababa de comenzar a estudiar, ambos frecuentaban la Escuela de Ingenieros y por lo tanto no trabajaban. Su hija María tenía apenas 14 años y Elsa, mi madre, tan sólo 9.
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Mi abuela tuvo que recurrir al oficio que desempeñó por muchos años durante su juventud antes de que decidiera viajar al Perú: la confección de prendas de vestir. Habiendo sido siempre una mujer decidida y fuerte, se armó de coraje para enfrentar el problema económico y empezó una pequeña actividad en su casa como costurera. Ella había aprendido mucho cuando trabajaba en una fábrica de ropa para los soldados de la primera guerra mundial en donde hilaban las telas con las que realizaban la confección de los uniformes y demás prendas.
A pesar del duro trabajo y la terrible época que le tocó vivir, recordaba con agrado aquellos años porque había tenido un grupo grande y bonito de amigas con el que iba y venía en tren todos los días a la fábrica de Biela. Esa experiencia adquirida durante su juventud la ayudó para sacar adelante a su familia. Cosía, reparaba y remendaba ropa para amigos y conocidos del barrio, quienes cariñosamente la llamaban Doña Pina. Eran muchos los vecinos que la estimaban y que le dieron una mano en aquellos momentos difíciles. María y Elsa eran muy pequeñas, pero la ayudaban en algunas tareas simples como hilvanar, pegar botones, hacer bastas o zurcir, y poco a poco fueron aprendiendo tareas más complejas como hacer los moldes, marcarlos sobre la tela antes de cortar y confeccionar la prenda.
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Mi madre, a su vez, nos transmitió la pasión (y algunos secretos) por la costura e hizo que la aprendiéramos durante las famosas e infaltables “vacaciones útiles” de los veranos, como se acostumbraba a hacer en ese entonces. Por otro lado, Paolo e René contribuían como podían para aumentar el presupuesto familiar, haciendo cachuelos ocasionalmente. La situación económica se volvió dura y ajustada y tuvieron que resistir durante algunos años hasta que Paolo terminara sus estudios.
Paolo terminó de estudiar electromecánica en la Escuela de Ingenieros, lo que es hoy en día es la Universidad Nacional de Ingeniería. Consiguió trabajo y se convirtió en el pilar de la familia. La economía familiar había mejorado y por fin daban un respiro de alivio. Mi abuela estaba muy orgullosa de él.
René también terminó brillantemente los estudios un par de años después que Paolo y empezó a trabajar como mecánico de autos. Le gustaba su profesión y tenía una fuerte pasión por las carreras de autos.
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En esos años se llevó a cabo la primera carrera de autos Panamericana que comprendía las tres Américas, en donde concurrieron los mejores pilotos del mundo, con las mejores marcas de autos de la época. El evento comenzó en México y terminó en la Tierra del Fuego. Había alrededor de 40 participantes, entre los que se encontraban el argentino José Froilán González y su hermano. René, que era un apasionado de motores, fue a ver la llegada a Lima y según me han contado, colaboró con gran habilidad a resolver algún problema mecánico. Se quedaron tan sorprendidos de su destreza con los “fierros” que decidieron llevárselo hasta el final de la carrera en Argentina. No lo pensó dos veces y tomó la decisión de alzar el vuelo y empezar una nueva vida despidiéndose de su madre, de su hermano y sus hermanas.
Mi madre era una adolescente de 15 años que no había terminado todavía la secundaria en el colegio San José de Cluny. Acompañaba y ayudaba siempre a mi abuela en los quehaceres domésticos. Por esos años conoció a un buenmozo, interesante y alegre vecino que se llamaba Germán Tito, 7 años mayor que ella, el cual había nacido y vivido en la Avenida Mariátegui, en el distrito limeño de Jesús María, a pocas cuadras de la calle General Garzón en donde vivía mi madre. Germán Tito estudiaba Ingeniería Civil en la Escuela de Ingenieros y le faltaba poco para diplomarse y, al mismo tiempo, trabajaba. No se conocieron antes a pesar de que ambos vivieron en el mismo vecindario desde siempre. Se hicieron novios e iban al baile de disfraces de Carnavales que se organizaba en el Parque Municipal de Barranco. Bailaban al son del mambo de Pérez Prado con los infaltables chisguetes de éter, serpentinas, pica-pica y antifaces. Barranco es un distrito al sur de Lima fundado a fines del 1800 y fue cuna de artistas, poetas, novelistas, músicos e intelectuales. Ahí vivieron principalmente inmigrantes ingleses, alemanes, italianos y la aristocracia limeña hasta los años 70.
La vida transcurría serenamente y en equilibrio durante esos años, digamos que había tomado un buen ritmo, y el luto por el abuelo había sido superado. Una noche del mes de octubre, una noche como cualquier otra después de la cena, cuando mi abuela ya estaba descansando, la tranquilidad de esos años fue interrumpida bruscamente por el ruido del timbre de la casa: al abrir la puerta, mi abuela se encontró a un compañero de trabajo de Paolo que con expresión totalmente desencajada había ido a darle la terrible noticia de que su hijo Paolo había fallecido. Mi tío murió a causa de un accidente provocado por un amigo y compañero de trabajo con el que estaba trabajando esa tarde. El colega retrocedió con el camión mientras hacía una maniobra y lo golpeó accidentalmente con fuerza. Llamaron a la asistencia médica la cual se demoró mucho en llegar porque había varias calles cerradas del centro de Lima debido a que en esos días se llevaba a cabo la Procesión del Señor de los Milagros. Esta persona no supo que hacer, estaba aturdido, esperó y esperó sin atinar a llevarlo a un hospital para que lo acudieran. La ambulancia llegó demasiado tarde: Paolo murió en la flor de su vida, a sólo 28 años, debido a una hemorragia interna. Si hubiera tenido asistencia médica inmediata probablemente hubiera podido salvarse. Mi madre me contó que el dolor fue tan intenso para mi abuela que parecía que hubiese perdido la razón ya que trataba de arrancarse los vestidos que llevaba puestos mientras lloraba desesperadamente. También para mi madre el dolor fue profundo porque era como si hubiese perdido a su padre por segunda vez ya que su hermano era 11 años mayor que ella.
René regresó en un barco a vapor que tardó varios días en llegar por lo que no pudo asistir al funeral de su hermano. Dejó la vida que había comenzado después de un año y medio en Argentina para ir a acompañar a su madre y hermanas, extraña decisión pues hubiera sido más lógico que se hubiera quedado trabajando ahí para enviar dinero a su madre. Lamentablemente en Lima no encontró trabajo permanente, sólo transitorios por lo que la economía familiar entró nuevamente en crisis. La historia se repetía después de 7 años.
Su hija María, que en ese entonces ya tenía casi 22 años, tuvo que buscar trabajo inmediatamente. Tuvo varios trabajitos ocasionales hasta que se le abrieron las puertas de la famosa y prestigiosa relojería Casa Welch ubicada en la esquina del Jirón Ica con el Jirón de la Unión, una bella edificación patrimonio de la arquitectura republicana del centro histórico de Lima. Iba y venía en el tranvía, medio de transporte publico de toda la capital, que lamentablemente fue eliminado en los años 60 para dar paso a la “modernización”. Trabajó en la relojería por algún tiempo y después cambió de trabajo yéndose a una entidad bancaria que en ese entonces era denominada Banco de Lima.
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Elsa, mi madre, estaba por terminar la secundaria y continuaba cosiendo con mi abuela. Cuando cumplió los 18, su eterno pretendiente, Germán Tito, mi padre, pidió la mano de mi madre a Doña Pina la cual aceptó sin ninguna duda porque era un hombre “hecho y derecho” y se veía claramente que adoraba a su hija Elsa a pesar de que al principio hubiera preferido un muchacho italiano para su hija. Además, mi padre tenía la piel muy oscura durante el verano. Mis padres se casaron el 24 de abril 1952 y se fueron a vivir inmediatamente a Arequipa, la encantadora “ciudad blanca” al sur del Perú. A mi padre lo habían contratado en el Ministerio de Fomento y Obras Públicas del Perú en el área Urbanismo y Planificación. Paralelamente, junto con un socio, crearon la “Granja Sur”, la cual se dedicaba a la incubación de huevos de gallinas y a la crianza de los pollitos durante sus primeros días hasta el momento de ser vendidos a los criaderos para la producción de carne. Vivieron muy felices por 5 años en una casita en el Pasaje Gabriel de la calle Emmel, en el distrito de Yanahuara, en donde nacieron sus 4 primeros hijos.… sí, uno cada año. No recuerdo haber escuchado decir a mi madre de que mi abuela haya ido a visitarlos a Arequipa y, además, a pesar de que las fotos de esa época de mis padres con mis hermanos y tíos son muchísimas, no encontré ninguna en donde estuviera mi abuela. Luego, se trasladaron a Lima porque mi padre fue elegido Diputado por Arequipa durante el gobierno de Manuel Prado Ugarteche. En Lima nació mi hermano Pablo, llamado así en honor a su tío Paolo. Ocho años después nací yo que llevo como segundo nombre el de mi abuela, pero en español, Josefina, y seis años más tarde nació mi hermanito Claudio.
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María siguió trabajando en el Banco de Lima hasta poco antes de casarse el 13 de febrero de 1955 con el adorable tío Enzo, genovés de origen veneciano, el cual había emigrado cuando tenía sólo 14 años junto con su hermano y su abuela. Mi abuela se fue a vivir con ellos desde que se casaron y la familia siguió creciendo con la llegada de mis tres primos. La tradición italiana se mantuvo en casa a pleno ritmo dado que con mi tío compartía el mismo idioma, las costumbres y el modo de vivir italianos: ambos añoraban la tierra que no pudieron volver a ver.
Todos los domingos, por tradición italiana, la abuela organizaba el almuerzo con la familia, con los infaltables ñoquis con ragú, plato preferido de mi abuela. Los preparaba durante la semana con la ayuda de mi tía y mis primos, todos sentados en la mesa de la cocina, luego los congelaba para el domingo. Toda la familia comía en una larga mesa y muchas veces, ese día era la buena ocasión para la “campaña de vacunación”. Mi tío Enzo tenía, junto con su hermano, la botica "Venecia" en el centro de Lima así que llevaba las dosis de vacunas a la casa. Mis hermanos y mis primos desfilaban uno por uno para ser vacunados con la jeringa de vidrio que se tenía que hacer hervir para esterilizarla. Yo no había nacido todavía o estaba recién nacida.
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Mis primeros recuerdos empiezan cuando tenía al máximo 2 años a pesar de que dicen que los recuerdos empiezan a partir de los 3 años. Recuerdo la casa que alquilaban mis tíos para veranear con la familia en Pucusana, distrito y balneario de veraneo al sur de Lima. Tenía muchas escaleras para subir porque estaba en la parte alta de una calle delante al muelle y tenía una fantástica vista al mar y a los botecitos. En la amplia terraza mi abuela esperaba a todo el “batallón”, compuesto por sus hijas, yernos y 9 nietos, con el almuerzo listo. Mi abuela no bajaba a la playa porque nunca le gustó mucho tomar el sol, ni siquiera cuando mi abuelo llevaba a sus hijos a las playas del discreto y sencillo baleario, de moda en esos años, llamado Ancón, nombre derivado de la denominación en la época hispánica “Pueblo de Pescadores de Lancón”. Ya que dista a sólo unos 40 km de Lima, iban a pasar el día viajando con el ferrocarril Lima-Ancón que funcionaba en ese entonces. Probablemente es por esto, por no haber tomado mucho sol en su vida, que mi abuela tenía la piel blanca y reluciente como la porcelana con mejillas sonrosadas que exaltaban su dulce mirada de grandes ojos verdes. Otro secreto que tenía para mantener su piel resplandeciente era pasarse medio limón por la cara todos los días y dejarlo secar. Decía que hacía muy bien a la piel y que cerraba los poros, en efecto, tenía la piel lisa y satinada. A menudo, cuando me acercaba para saludarla con un beso sentía el perfume del limón y se me quedaban los gajitos pegados en mi cara. Es un aroma que me recuerda mucho a mi abuela.
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La abuela era una defensora “a capa y espada” de sus nietos: mis primos cuentan que era un escudo infranqueable cuando se le perseguía para darles un “estate-quieto” por una de las tantas palomilladas que hacían cuando eran chicos. Tenía mucha paciencia, era muy querendona con todos sus nietos y le gustaba almorzar o cenar con ellos. Mis hermanos y mis primos, aprovechando que su vista era reducida, le hacían la broma pesada de pasarle la comida a su plato cuando ellos no querían terminar de comer. Y la abuela decía: “¡Pero este plato sigue pesado!”.
Lamentablemente me acuerdo de ella sólo en los últimos 6 o 7 años de su vida, cuando era ya muy anciana y tenía varios problemas de salud comunes en las personas mayores. El principal era la ceguera: había comenzado a perder la vista a mediados de los años 60 ya que padecía de una anomalía genética que conlleva a la degeneración de la retina y que produce una disminución paulatina del campo visual con el trascurrir de los años. Mi hermana Berta, su ahijada, transcurría con ella largos periodos durante el verano y estaba siempre a su lado como un “lazarillo”. La guiaba de la mano por la casa, especialmente en las noches, y fue a ella a quien le contó que había perdido todos sus ahorros durante la guerra y que le daba mucha pena el no poder dejarle nada. Otro recuerdo muy gracioso que tengo de ella es cuando pedía en voz baja y con cara de pícara “Pásame la cosa rusa”. La “cosa rusa” era una pequeña botella de vino tinto que tenía escondida en la mesa de noche de su habitación. Le gustaba tomarse un traguito de vez en cuando durante el día mientras escuchaba la radio sentada en su sillón que estaba cerca a la cama, con las piernas tapadas con una manta. Nunca entendimos porqué la llamaba “rusa” hasta que recién, hace unos meses, me enteré de que en dialecto piamontés “roja” se dice “rüsa” (ríusa), es decir que ella lo decía en piamontés: “la cosa rüsa” refiriéndose al vino tinto. Recuerdo también la canción para niños en dialecto piamontés, que frecuentemente escuchaba en casa y que yo he cantado a mis hijos, que por lo que recuerdo dice así:
Nanna ninetta
La mamma è andàita a messa Papà l’è andà a Türin Fa la nanna piccinin. |
Mientras estaba mirando álbumes de fotos en la casa de mi madre para poder ilustrar este relato, me sorprendió mucho ver la bella sonrisa y la serenidad de la mirada de mi abuela cuando era joven. Yo la conocí en los últimos años de su vida, y a pesar de tener una grande y bonita familia a su alrededor, no recuerdo haberla visto sonreír a menos que se bromeara con ella, así como casi no hablaba a no ser que le preguntaras algo. Nunca la vi molesta, pero si acongojada y cabizbaja, a menudo con el ceño fruncido involuntariamente sobre sus grandes ojos verdes que reflejaban una mirada triste y sombría. Doña Pina suspiraba con mirada pensativa y perdida en el horizonte, no debido a la ceguera, sino como si dentro de ella estuviera mirando siempre el pasado: su tierra natal y sus hermanas que no volvió a ver, las violetas de los Alpes, la fuente de agua de su casa en Andorno, su querida amiga Elsa con la que se escapaba al baile, los bellos momentos con su adorado esposo, la fortaleza y determinación de su hijo Paolo que se fue en la flor de su vida… Es decir, como si pensara constantemente en todo lo que la vida le había arrebatado y, como si fuera poco, también le había quitado el sentido de la vista.
A pesar de que Doña Pina había gozado siempre de una salud de “hierro”, porque no sufría de nada, nunca se enfermó, ni tenía la presión alta o baja, ni siquiera se rompió ni un hueso en toda su vida, los achaques de la vejez y las complicaciones de salud no le faltaron en sus últimos años. El golpe de gracia lo produjo una hemiplejia que la dejó sin poder hablar ni mover la mitad del cuerpo por muchos meses y se fue apagando poco a poco. Doña Pina dio su último respiro una mañana de enero de 1977 a los 82 años. Aquella mujer, incansable trabajadora, aventurera como pocas y valiente como ninguna, que decidió de emprender la larga travesía desde las faldas de los Alpes italianos para llegar a un paso de la cordillera de los Andes, finalmente pudo descansar en paz para reunirse con sus adorados Paolos. Así hemos querido pensarlo todos nosotros.
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Quince años después de su muerte, yo realicé el camino de regreso, aquel camino que ella hubiera querido hacer cuando su Paolo estaba vivo. Atravesé el mismo océano que ella, junto con Tecla y su esposo, atravesó 73 años antes. Actualmente vivo en el Italia central y lamentablemente no he tenido todavía la oportunidad de visitar el pueblo de Andorno en donde sé que viven varios descendientes de sus hermanas y hermanos. Estoy planificando unas vacaciones en Piamonte este verano y mi principal objetivo es ir al pueblito de Andorno para ver la plazoleta con el grifo de agua delante de la casa donde vivió, conocer a mis parientes Pretti y conocer más sobre las raíces de mi abuela. En cambio, por una serie de increíbles coincidencias pude conocer a mi familia Pesce, digo increíble porque no sabíamos absolutamente nada de ellos. Tuve la oportunidad de visitar el pueblito de mi abuelo y ver la casa desde donde salió rumbo a Argentina casi un siglo antes. De este magnífico encuentro con mi familia Pesce les hablaré en el próximo relato.
Continuará